Navarra nevada

No os lo vais a creer, por fin hemos conseguido averiguar dónde se fabrica la nieve. Es un secreto, por favor que no corra la voz, es en Roncesvalles. Nosotros tres lo sabemos de buena tinta y es que estábamos allí cuando se estaba fabricando, deberían estar preparando pedidos… para todo el hemisferio norte, por lo menos.

Qué bonita la nieve, qué blancura, qué contraste de luces con aquellos árboles, qué cantidad de copos cayendo cual gráciles plumas, uau… otros más duros te golpeaban los mofletes, uy, qué chuli, qué frío ¿no?

Intentamos mover el coche y empezó a hacer tonterías, las ruedas giraban a su antojo, patinando. Al maletero por las cadenas. Estábamos más que capacitados para colocarlas, ya sabíamos de buena tinta que debían ir en las ruedas motrices, bien. Semanas atrás habíamos visionado un vídeo donde un nota explicaba con todo lujo de detalles cómo hacerlo, y eso para nosotros sería pan comido, vamos… lo que viene siendo coser y cantar, bien.

Nada más lejos de la realidad, estuvimos casi una hora intentando colocarle las puñeteras cadenas al coche, tanto tiempo que salimos hasta en las noticias de La Sexta. Cuando las sacamos de la funda hicieron ese ruidito que hacen los eslabones metálicos al chocar, clink clink. Clink.

Me hinqué de rodillas en el suelo, “santodios” qué frío estaba, me quité los guantes, “santodios” qué frío hacía. El cable de acero, sí, uhmmmmm… el cable de acero hay que pasarlo por detrás de la rueda y unir los extremos en la parte superior del neumático, eso salió a la primera, bien. El cable debe quedar detrás de la rueda y hay que tirar de las cadenas hacia fuera abrazando el neumático. Mal, muy mal. Clink clink clink, requeteclink.

Los tres intentamos colocarlas y debo reconocer que no hubo manera, incluso saltándonos a la torera conceptos básicos adquiridos en nuestro cursillo avanzado de “cómo montar las cadenas en medio de una inmensa nevada con la capucha puesta y sin que nadie sospeche que no tienes ni puñetera idea de qué estás haciendo”. A punto estuvimos de tirar la toalla, tal es la cosa… que de cogernos cien metros más cerca de casa nos hubiéramos venido andando.

Y entonces pasó junto a nosotros, dando zancadas, un chaval en camiseta de recia voz y casi sin detenerse nos dio pistas: “cuando enganchéis los primeros eslabones, avanzar unos 40cm con el coche para terminar de ajustar la cadena” Los tres nos giramos a la vez y no dio tiempo ni de decir “cómo…” cuando ya se había metido en el bar. Resultó ser el posadero y no sería la única vez que nos ayudaría. Es más, ni él ni nosotros sospechábamos que más tarde se convertiría en nuestro Ángel de la Guarda, pero eso es otra historia.

Al final conseguimos convencer a un cámara de La Sexta que rondaba por allí haciendo un reportaje para que nos colocara la cadena. Se lo propuse y me dijo que sin problemas, que en cuanto grabasen y enviasen “los datos” para las noticias del mediodía nos ayudaría, y así fue. Al principio pues también tuvo sus problemillas y es que las cadenas estaban bien enredadas. Y cuando estuvieron colocadas a poco estuvimos de invitarlo a comer, tal era nuestra euforia, por fin teníamos las cadenas puestas.

Qué bonitas eran, algunos eslabones eran de colores, antes no habíamos caído en ese detalle, al coche le quedaban hasta bien las cadenas puestas, no sé… como que hacían juego con la tapicería. En un primer instante no quisimos dejar al coche solo allí en medio de la nieve, no fuera ser que algún mentecato le quitase las cadenas, y es que eran tan bonitas. Clink.

Llegó la hora del almuerzo, el no montar las cadenas nos había abierto el apetito y no habiendo sitio donde cobijarnos dimos buena cuenta de nuestras viandas metidos en el coche, convertido en improvisado iglú. Mientras mordisqueábamos nuestra comida y coincidía nuestra mirada fruncíamos los belfos como lobo que despedaza corzo recién abatido.

Con la panza llena ya fue otra cosa, decidimos visitar Roncesvalles. La nieve había alcanzado un grosor respetable y continuaba nevando. Se apilaba en los tejados de los edificios, de vez en cuando se precipitaba al vacío provocando un estruendo que te sobrecogía, caía en porciones cuadradas como enormes onzas de chocolate, blanco, claro. Y cuando vimos que al caer sepultaba bancos y papeleras ya no osamos caminar bajo el alero de ninguno de los tejados.

Accedimos al claustro de la colegiata, interesante lugar de incalculable valor patrimonial. En el centro se encontraba una pila bautismal que hacía las veces de fuente. En las esquinas se apilaba la nieve formando montones tan altos como nosotros mismos. Continuaba nevando.

Caminamos por aquella nave y viajamos al pasado, no osamos aventurar de qué habrían sido testigos aquellos recios muros.

En un lateral del claustro existía una capilla, de San Agustín leímos. De planta cuadrada ornada por bellas vidrieras y en el centro de la sala… un sepulcro. En cuanto lo vi, realzado por aquella tenue luz que se filtraba desde arriba, me encandiló, aquella escena me cautivó de tal manera que me propuse dibujarla en cuanto pudiera. Y así fue.

Resultó ser el sepulcro de Sancho VII el Fuerte, y lo de fuerte le venía por su altura y corpulencia. Indagando un poco supimos que era cuñado de Ricardo Corazón de León y que una dolorosa úlcera varicosa en la pierna lo mantuvo recluido en su castillo de Tudela hasta su muerte. Ya no quisimos saber nada más.

Abandonamos el recinto y accedimos a la Real Colegiata de Santa María, lugar de culto, solitario y húmedo donde sonaba un evocador canto gregoriano. Enormes pilares soportaban tres naves sumidas en la más completa oscuridad. Misticismo.

Salimos al exterior, continuaba nevando. Había llegado el momento de volver a Ochagavía. El coche circulaba sin problemas con las cadenas puestas, muy lento, pero avanzaba. Habíamos recorrido menos de un kilómetro cuando caíamos en la cuenta de que a ese ritmo no llegaríamos nunca, y se nos presentó el dilema de quitarle las cadenas o dejárselas puestas. Porque… si más adelante había que colocarlas… ¿por dónde andaría el cámara de La Sexta?

Nos envalentonamos, nos bajamos del coche, “santodios” qué frío, y con todo el dolor de nuestro corazón se las quitamos más pronto que ojú. Clink clink.

Y allí que fuimos los tres más callados que en misa, temerosos, como si de esta forma evitáramos disgustar a las divinidades de estas tierras nevadas. Llegamos a una curva con cierto peralte y se salió el coche de la carretera, no dábamos crédito a lo que acababa de pasar, presurosos salimos afuera y no supimos qué diablos hacer. De la nada surgió una destartalada furgoneta de color blanco y se detuvo, de ella se bajó el corpulento chaval en camiseta que ya conocimos en Roncesvalles, nuestro particular Angel de la Guarda. Nos dio instrucciones precisas, tú… agarra los faldones con las dos manos, nunca la maneta de la puerta, tú… a la parte de delante… empuja, tú… gira la rueda. A la una, a las dos y a las tres… y conseguimos poner el coche otra vez encima del asfalto. Aquello nos pareció pura magia.

Y el chaval se portó con nosotros… nif nif, disculpad, he tenido que dejar de escribir, se me acaban de saltar las lágrimas, es tan fuerte la emoción. Lo que os estaba contando, el chaval se portó con nosotros extraordinariamente, tanto como que circulaba por la carretera delante nuestra manteniendo cierta distancia por si nos debía auxiliar una vez más. Gracias.

El chaval se detuvo en un pequeño pueblo, tocamos claxon, saludos con la mano abierta y seguimos adelante, hacia nuestro destino. Continuaba nevando, el navegador del teléfono nos alertaba de que en nuestro itinerario existían multitud de tramos de color rojo. La cosa se estaba poniendo fea y fuimos realmente conscientes de la situación cuando de repente se resquebrajó un enorme haya por la mitad del tronco y cayó con estrépito en medio de la carretera. Nos sobresaltó de tal manera que hasta botamos en el asiento mientras cerrábamos los ojos.

Una mezcla de hojas, pequeñas ramitas y nieve salpicó el parabrisas, nos miramos los tres y tragamos saliva. Teníamos claro que no podíamos volver por la carretera de montaña que nos había traído hasta aquí, no nos quedó otra que viajar hasta Pamplona.

Hacía un buen rato que la capital de Navarra había quedado atrás, ya no nevaba. La amenaza de tener que colocarle de nuevo las cadenas al coche se había disipado y debo reconocer que nos relejamos. No se nos ocurrió otra cosa que recordar lo bien que habíamos comido el día antes en la sidrería en Ochagavia, que si pimientos del piquillo rellenos con crema de rape y no sé qué otro pescado más, que si revuelto de boletus, que si croquetas…

Dos copos de nieve golpearon el parabrisas, un breve tic nervioso hizo vibrar ligeramente mi párpado derecho y un sonido metálico sacudió nuestra mente: clink clink.

A la altura de Lumbier ya era noche cerrada, cuanto más cerca estábamos del pirineo más nevaba y llegó un momento que el asfalto dejó de ser gris, es más…. dejó de estar, la nieve lo tapaba todo, nadie circulaba por la carretera. Cruzamos varios pueblos fantasmagóricos alumbrados por la amarillenta luz de sus farolas, solitarios.

Noche, frío, nieve. Teníamos que llegar a Ochagavía cuanto antes, la noche se estaba poniendo buena. La única luz era la que proyectaban los faros del coche, curva a la derecha, curva a la izquierda. De buenas a primeras un fogonazo nos encandiló por detrás, nos giramos y allí estaba, un quitanieves que avanzaba inexorable, amenazante.

Estaba cada vez más cerca, mucho más cerca, se nos hizo un nudo en la garganta. No aminoraba la marcha, esas balizas amarillas cual siniestros ojos, sus palas a modos de fauces abiertas como si pretendiera engullirnos y cuando tocó el claxon estrepitosamente pensamos que había cobrado vida propia.

No sin esfuerzo conseguimos dejarla atrás y respiramos tranquilos, incluso esbozamos una sonrisa, nos duró bien poco. No la vimos llegar, surgió tras una curva cerrada de aquella maldita carretera de montaña que discurría por medio del bosque, una vez más se colocó justo detrás con sus fauces abiertas, tan cerca estaba que sentíamos su aliento, de haber tenido fresca la lectura de alguna novela de Stephen King nos lo hubiéramos hecho encima.

Se distanció un poco, y pensamos en lo que se estaría divirtiendo su conductor a costa de nosotros ¿Qué tienes que hacer cuando tienes una imponente máquina quitanieves pisándote lo talones? ¿Te echas a un lado para dejarle sitio? Como todo está cubierto de nieve ¿hacia dónde te apartas? Y de esto estábamos hablando cuando sin darnos cuenta llegamos a Ochagavia.

Aparcado el coche pasó junto a nosotros la quitanieves y el conductor cuando nos vio sonrió y se llevó dos dedos a la frente a modo de saludo ¿no conocéis ese saludo? Sí, hombre, como en la películas americanas cuando dos aviones en vuelo se ponen uno junto al otro, sí, hombre… que el piloto se lleva los dos deditos a la frente, con sus gafas de sol, sonríe y le brilla un diente, pues ese saludo. Nos miramos los tres y le hicimos el mismo gesto.

En ese momento caímos en la cuenta de que el pueblo estaba completamente a oscuras, lo que faltaba para el duro. La copiosa nevada habría tirados cables de electricidad o “sabedios”, lo cierto es que caminamos casi a tientas por las calles solitarias hasta llegar a la casa.

Subimos las escaleras con la ayuda de la luz de los teléfonos. La casa aún mantenía el calor pero no sabíamos si por mucho tiempo y es que afuera hacía un frío de mil demonios. Una llamada de teléfono tiró por tierra nuestra intención de cenar a capa y mantel en la sidrería del pueblo, habían cancelado todas las reservas. A tomar viento los pimientos del piquillo rellenos de crema de rape, el revuelto de boletus, la sidra bien escanciada y el sabroso postre.

Y allí nos vimos los tres, en la casa, sentados a la mesa de aquella cocina de otro tiempo, alumbrados con la temblorosa luz de una vela. Supimos valorar las viandas que habíamos desechado por la mañana. El pan de hacía dos días… uy qué cosa más rica con sus tres lonchitas de salchichón, hay que ver con qué mimo lo cortamos con aquel cuchillo mellado no fuera ser que se desperdiciara cualquier miga. La cerveza de elaboración casera de una marca que no consigo recordar y que compramos en una tienda del pueblo nos supo a gloria. El postre fue apoteósico, unos jugosos dátiles, sin hueso, eso sí, habían recorrido en la mochila toda la península con nosotros y a punto estuvimos de cogerles hasta cariño.

Y sentados, casi a oscuras, en aquella mesa decorada con un mantel a cuadros verdes y vigilados por un eguzkilore clavado en la pared decidimos no contar historias de miedo.

Preferimos hablar de nuestra salida al campo del día anterior. En la oficina de turismo nos lo habían dejado meridianamente claro: “no se os ocurra abandonar las carreteras sin mantenimiento, aquellas por las que no circula la quitanieves”. Las previsiones meteorológicas alertaban de intensas nevadas, se pudiera dar el caso de que al volver al coche no lo hubiéramos encontrado ni llamándolo por su nombre.

Y las previsiones se cumplieron, no dejó de nevar ni por un instante. La subida a la ermita de Muskilda se convirtió en una de esas salidas al campo que ya no olvidaríamos nunca, un agradable paseo bajo una intensa nevada.

Partimos de la parte alta del pueblo, por una calle empedrada desde donde vimos abajo los tejados de la iglesia de San Juan Evangelista. Detrás, la silueta boscosa de las montañas nevadas.

La senda recorría un antiguo camino tradicional jalonado de mojones que señalaban las estaciones del vía crucis. Algunas de ellas situadas en un enclave único y evocador.

Nadie esperaba unas nevadas tan tempranas. A las hayas, que por estas calendas aún no habían perdido sus hojas, las cogió por sorpresa. Las más jóvenes se doblaban como arco de arquero por el peso de la nieve y a las adultas se le desgajaban gruesas ramas, tal es así que entre tanta nieve y troncos caídos erramos varias veces el rumbo.

El ir bien pertrechados nos dio la posibilidad de disfrutar como niños de la intensa nevada, y es que no dejó de nevar ni un solo instante. Solo conseguimos ver dos flores de azafrán, no les presté atención y más tarde supe que se trataba de una especie que no había visto nunca antes. Crocus nudiflorus.

En un claro del bosque nos sorprendió un gato negro que al vernos se agazapó sobre la nieve, resaltaba como una mosca en la sopa, pero allí estaba quieto creyendo que no le habíamos visto, intentando pasar desapercibido. Y cuando pasamos mucho más cerca incluso cerró los ojitos, quedó claro que no sabía que era de color negro, entonces creíamos que se habría criado en un bando de perdices nivales, pobrecito.

La ermita se situaba muy cerca de la cima, no conocíamos el aspecto de este lugar sin nieve pero debo confesaros que estando nevado era impresionante. La visión de la cúpula completamente nevada nos pareció una estampa sacada de una agencia de viajes ofertando un circuito turístico por los Cárpatos.

Y en cuanto pensamos en el afamado vampiro miramos al eguzkilore clavado en la pared. Seguíamos a oscuras y aquella noche nos acostaríamos bien abrigados, de no volver la electricidad la temperatura caería en picado.

Dedicado a Miguel y selu, mis compañeros de andanzas. Sin ellos esta aventura en el pirineo navarro repleta de anécdotas no hubiera sido posible, algunas de ellas han quedado en el tintero, y ahí permanecerán para siempre. Clink clink.

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Somiedo

¿Quién nos iba a decir que aquello que casi no planificamos nos iba a dejar tan buen sabor de boca? ¿No conocéis la Cordillera Cantábrica? pues no sabéis lo que os perdéis.

Y todo surgió como cuando de niño hacías girar ese globo terráqueo que decoraba tu estantería atestada de desordenados libros de texto, diccionarios y cuadernos apilados, con el dedo índice lo detenías bruscamente señalando un punto al azar, y entonces soñabas con visitar aquel lugar alguna vez, cuando fueras mayor.

Eah, pues ya soy mayor y eso que hacía con el globo terráqueo pues ahora lo he hecho con el Google Maps ¿Qué no lo conocéis? pues no sabéis lo que os perdéis.

El puntero del ratón se detuvo en un lugar del norte de España. Somiedo, Somiedo, uhmmmm… qué bien suena Somiedo. Cerré los ojos y pude ver de forma nítida imágenes que había almacenado en mi mente con el paso del tiempo: hayedos, chozas, lagos, cumbres nevadas, aldeas remotas, lobos, arroyos de montaña, oseznos detrás de su madre, hórreos, urogallos, vacas decorando prados pintorescos…

Abrí los ojos y me dispuse a buscar alojamiento, pocas opciones a elegir, casi todo estaba ya reservado por la inminencia de agosto. Busqué aldeas en la zona y conseguí localizar Valle de Lago. Cincuenta y seis casas, siete fuentes, un cementerio, no sé cuántas vacas asturianas de los valles, treinta y dos perros que dormían al raso, gentes de poca palabra, una iglesia y una pantaneta de bella estampa, todo dispuesto a lo largo de una estrecha carretera, de montaña, claro.

Y reservé en lo primero que vi a sabiendas de que me podía equivocar, cuando mucho días después llegamos a la aldea supe que no me había equivocado. Se trataba de una casa de recias paredes anaranjadas, a pie de carretera, de montaña, claro. Acondicionada a modo de alojamiento rural con tres plantas, pues en la de enmedio, ahí, nos alojamos.

Abrí una de las ventanas, la que daba a una peña que teníamos atrás, me asomé y pasó un alimoche volando a escasa altura, tan cerca de mí que pude ver cómo me guiñaba un ojo, me dije… – vaya, qué buen comienzo, qué atentos son por aquí con los turistas. En ese momento, en medio de la euforia, no quise aventurar que veríamos cuando abriese cualquiera de las otras ventanas, las que se asomaban al hayedo, ¿un lobo, un oso, el mismísimo Busgosu, dos machos de urogallo peleando?

Y así, con este buen sabor de boca comenzamos nuestra estancia en estas apartadas montañas del norte de España. Valle de Lago, parroquia del concejo de Somiedo.

Anochecía, había llegado el momento de buscar un sitio para cenar, terminamos sentados a la mesa en un acogedor restaurante, de montaña, claro. Estando en Asturies tendríamos que catar cachopo y eso pedimos, cuando nos lo pusieron por delante nos sorprendió su tamaño 29x19x4cm. Exquisito y jugoso pero tan grande que de haber sido buitres, tras la ingesta, no habríamos levantado vuelo.

Amanecía, la neblina matutina permanecía adherida al hayedo. Abrí una de las ventanas de par en par, hacía fresquito, miré a levante y esa misma niebla jugueteaba con las montañas a lo lejos. Cerré la ventana, giré para mirar a poniente y ahí estaba, detrás mía, el otro 50% de la comitiva, con los brazos en jarras, y me dijo – qué ¿nos vamos? Y nos fuimos, cuando volviéramos por la tarde habríamos recorrido, chispa más o menos, unos catorce kilómetros.

Lago del Valle

Y brujuleando por interné también averigüé que la ruta clásica de por aquí era subir al lago del valle, y ese fue nuestro primer propósito en estas lejanas tierras del norte. Abandonamos la parroquia pisando una estrecha carreterilla de asfalto, posteriormente pasó a ser polvorienta pista de tierra y mucho más tarde agradable senda.

Nada más empezar a andar nos llamó la atención lo engalanado que se mostraban cunetas, arcenes y bardos. Y es que aquí disfrutaban de una permanente primavera, no como en nuestro querido Sur que por estas calendas todo era de color pajizo.

Encontrar una tímida orquídea en los primeros metros recorridos nos hizo pensar en todo lo que nos encontraríamos mucho más adelante, mucho más arriba.

El valle se encajonaba entre dos hileras de montañas cuyos picos rondaban los 1.800m, mientras que a nuestra izquierda se mostraban desnudas a la derecha las cubría un denso bosque de hayas.

Al llegar a una bifurcación, a punto estuvimos de tirar una moneda al aire, tal era nuestro desconocimiento de estos parajes. Optamos por tomar el desvío a la derecha y seguimos un sendero que se adentró poco a poco en el húmedo hayedo. Al caer la tarde sabríamos que esta decisión nuestra fue la acertada.

Una vez dentro del hayedo conseguimos localizar plantas que jamás habíamos visto antes. Nos llamó especialmente la atención una amapola amarilla que no atinamos a ponerle nombre.

Un poco más adelante, en un claro del bosque vimos unas chozas, más tarde alguien en la parroquia nos comentó que se trataba de la Braña del Gabitón. En cuanto vi aquel bucólico paisaje supe que tenía que dibujarlo, a mi vuelta a nuestro querido Sur cogí un bolígrafo de color negro y lo plasmé en una lámina, a mi estilo.

Y tanto subimos y tanto empeño pusimos que llegamos arriba antes de lo previsto. El esfuerzo había merecido la pena, ante nosotros se extendía un lago casi circular de aguas tranquilas encajonado entre abruptas montañas, todas desnudas.

Dos gruesos muros hacían las veces de presa con lo que la lámina de agua era más extensa lo que realmente fue. Sus orillas aparecían surcadas de mil y un senderos. Y aquí y allí había gente sentada dando buena cuenta del almuerzo. Nosotros no íbamos a ser menos.

Encontramos una piedra cómoda, seca y con buenas vistas y allí nos pusimos por delante nuestro exclusivo menú de mochila, y hace tanto tiempo de esto que no recuerdo qué diantres comimos.

Lo que sí recuerdo claramente es que aquí localizamos nuestra primera siempreviva. Sobre una piedra, asemejando planta crasa de las de maceta, de tallo esbelto cual diminuta palmera coronado de delicadas flores estrelladas. Su alternancia de tonalidades verdes y rojizas la hacía muy atractiva.

No fue la única especie botánica que conseguimos localizar en este paraje, la mayoría eran nuevas para mí, no sabía ni a qué género pertenecían. Ya llegaría el momento de averiguar quién era cada cuál. Muchos días después, a nuestra vuelta, la identificación de lo que había fotografiado fue complicado, algunas las dejé por imposible pero de las que sí conseguí poner nombre con certeza me propuse hacer mi propio catálogo florístico, a modo de chuleta para cuando volviera a visitar estas sierras del norte de España.

Miramos el reloj y supimos que había llegado el momento de volver. Para bajar hasta el pueblo por la pista lo hicimos frenando casi todo el trayecto, tal era la pendiente algunas de las lomas. Las rodillas iban sufriendo pero no nos importó y es que las increíbles vistas del paisaje que nos rodeaba lo compensaban todo.

Las vacas asturianas de los valles, de tonos leonados y negros pitones afilados decoraban prados y colinas desnudas en la braña.

Las nubes fueron cubriendo el cielo y la luz casi se había apagado cuando llegamos al pueblo. Recuerdo que aquella noche caímos rendidos en la cama y que llovió copiosamente. También recuerdo que me desperté sobresaltado en mitad de la noche con los aullidos de unos lobos. Me armé de valor y fui a espantarlos, en pijama, sin zapatillas ni armadura ni espada. Me planté en el salón y fuera soplaba un viento de mil demonios que se colaba por las rendijas de las ventanas de madera. ¿Aullidos? vaya sobresalto.

Alto de la Farrapona

Otra jornada en estas tierras del norte. Hoy pretendemos visitar el Alto de la Farrapona en la cabecera del Valle de Saliencia y visitar unos lagos que nos han dicho que por allí hay, dicen que son tres.

Para llegar a ese lugar hemos de pasar por Pola de Somiedo, el centro neurálgico de la comarca y resulta que la carreterilla que une este pueblo con la parroquia de Valle de Lago pues se las trae. Hay un tramo en zigzag donde nos dieron un buen susto el primer día, cuando subíamos. Y es que un mentecato bajaba a toda velocidad como si la carretera fuera solo suya, en una de las curvas se metió en nuestro carril y de no ser porque poseo el carné de intrépido trazador de curvas de carretera de montaña nivel III pues hubiésemos tenido un serio percance. Y ni tan siquiera miró hacia atrás, siguió bajando a toda velocidad el muy badulaque como si le persiguiera el mismísimo diablo. Y nos quedamos parados en ese sitio donde menos se quiere a una curva, la rueda trasera patinando en la hierba del arcén y yo allí quemando embrague y pisando acelerador. Mi destreza y los nervios de acero de mi copiloto nos sacaron de aquel atolladero.

Pola de Somiedo pues ciertamente ya parece más pueblo, su centro de interpretación, su gente paseando vestida casi de domingo…, su tienda de ultramarinos, su cuartelillo, su bar, su gasolinera, oh… cuando vi la gasolinera se me cayeron dos lagrimones. Sin olvidar su panadería, pequeña pero coqueta, panadería al fin y al cabo, tan pequeña que toda la clientela hacía cola en la misma calle, apartándose para hacer sitio cuando pasaba un coche.

Aquí es donde avistamos nuestro primer oso que resultó ser de bronce y hacía las veces de reclamo a la entrada de un establecimiento hotelero.

Dejamos atrás Pola, en un desvío a la derecha pasamos un pequeño túnel y al otro lado la carretera se adentró en un desfiladero de vertiginosas paredes cubiertas de bosque. Bajo el dosel forestal discurría un riachuelo de aguas bravas. Y donde el bosque dejaba de serlo sobresalían hermosas montañas recortadas en el cielo azul.

Curva a la derecha, ahora a la izquierda, aldea, bache, otra curva a la derecha, frenazo, socavón… y así estuvimos un buen rato hasta que el bosque dejó de escoltar la carretera. La floresta dio paso a un matorral donde predominaba el brezo. Algún que otro serbal de cazadores cargado de anaranjados frutos y abedules de vibrantes hojas osaban colonizar aquellas altas cotas.

En el primero de los lagos visitamos lo que bien podría una bocamina, de las entrañas de la tierra salía una corriente tan fría que nos obligó a abrigarnos y encoger el cuello, “santodios”.

La flora que conseguimos localizar en estos parajes fue extraordinariamente interesante, se trataba de especies distintas a las que ya habíamos conocido el día anterior a excepción de una dedalera de diminutas flores. Encontramos un acónito de tonos pálidos amarillentos y en aquel entonces sospeché que era el mismo que habíamos visto en un viaje a Austria, creo recordar que en un bosque de abetos. Muchos días después, cuando indagué acerca de él, confirmé que se trataba de la misma especie.

Llevábamos varios días en estas lejanas tierras y a la mañana siguiente partiríamos hacia un nuevo destino, en esta ocasión mucho más al norte.

Caía la tarde, el cielo amenazaba lluvia. Me calé el chubasquero y me colgué la cámara al hombro. Quise volver a empaparme de la tranquilidad que trasmitía este lugar. Caminé durante un buen rato, una fina lluvia me hizo compañía, la misma que hacía que estas tierras disfrutasen de una eterna primavera.

Volveremos

Catálogo florístico especies vistas e identificadas semana 32. PN Somiedo

Valle de Lago, Lago del Valle, Alto de la Farrapona, lagos Cerveiriz, de Calabazosa y de la Cueva.

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Nieve de verano

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Estamos saliendo de Siete Lagunas por una cuesta que se las trae, me he detenido en numerosas ocasiones y es que la cabeza me va a estallar, supongo que por eso de estar a más de 3.000m de altura.

Hace un buen rato que opté por dejar de agacharme para fotografiar las plantas y ahora solo hago fotos cenitales de la flora, de pie, de esta forma evito marearme y que la cabeza me duela más todavía.

Pero vayamos por partes, todo empezó muy temprano, mucho antes de que saliera el sol. Abandonamos a la carrera aquel moderno hotel en Granada donde nadie hablaba como nosotros. Calles solitarias.

Había tomado solo dos curvas de aquella sinuosa carretera de montaña cuando supe que no podría ir tan rápido como quisiera, poco faltó para que vomitara hasta el peluche que adorna el salpicadero. Y es que el ritmo de la marcha me lo iba marcando el color de cara de los que iban en el asiento de atrás, los veía por el espejo retrovisor.

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Y así fue que entre bandazos, unos bruscos y otros no tanto, llegamos a nuestro destino. Nos plantamos en la parada de bus mucho antes de lo esperado y le metimos mano al insípido desayuno del picnic del hotel.

Media hora más tarde ya íbamos en un desvencijado minibús ladera arriba, camino de las alturas. El incesante traqueteo estuvo a punto de hacernos caer en los brazos de Morfeo. De no ser por los bruscos frenazos, los baches, los zarandeos, la incesante verborrea de la guía y los que tosían cuando se colaba el polvo dentro del bus nos hubiésemos quedado todos dormidos, pero bien dormidos.

Un brusco frenazo nos despegó del respaldo del asiento marcando el final del trayecto. Nos apeamos del bus, miramos extrañados a diestro y siniestro y pronto caímos en la cuenta que aquel no era el lugar donde nos habían dejado en ocasiones anteriores. Ahora resulta que el que dicta las normas había resuelto establecer la parada de bus dos kilómetros y medio antes del Alto del Chorrillo. Y de esta forma, de sopetón, supimos que nos tendríamos que meter un zapateo extra de unos cinco kilómetros que no estaban previstos.

Entre codazos y educados empujones cada uno cogió como pudo la mochila del maletero. Allí empezó ese ritual de ajuste de cinchas, de encender el gps, de extender bastones, de embadurnarnos de crema protectora… Recuerdo ceñirme el tirante de la cámara y empezar a andar sin mirar al frente, solo pendiente de que la cámara no bamboleara.

Levanté la cabeza y me sorprendió comprobar que algunos ya estaban en lo alto de la primera loma de la pista forestal, allí a lo lejos. Y debo reconocer que sentí envidia, lo confieso, santo dios, a ese paso siguen, siguen y bajan por el Marquesado del Zenete.

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Y nos marcamos tal ritmo que a la larga para nosotros resultó ser el mejor, evidentemente. Soplaba un vientecillo que lo zarandeaba todo menos las piedras y ahí supe que sería complicado obtener una buena foto de la flora.

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El grupo “nivel pro” que tanto corría, que tanta ventaja cogió nada más bajar del bus, ya se había detenido y allí estaba de cháchara, risas y ocurrencias. Unos hidratándose y otros saboreando una fru-ti-ta, uno de ellos lanzó una cáscara de plátano describiendo tal arco en el aire que no paso inadvertida a nadie. Cuando el sol la iluminó por detrás la hizo resaltar más si cabe, pareció estar encendida. Todos nos guardamos para nuestros adentros lo que en ese momento se nos estaba pasando por la cabeza, de no ser así hubiésemos terminado a bastonazos. El mentecato no hizo ni por disimular y allí quedó la cáscara sobre las piedras por los siglos de los siglos, amén. Biodesagradable.

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Nos centramos en lo nuestro y ya no miramos atrás, ni envidiamos que nos adelantasen apuestos y uniformados senderistas de finas telas y agradables y conjuntados colores.

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En lontananza el Veleta, ornado de neveros, velaba por nosotros. Su inconfundible silueta resaltaba sobre el azul del cielo. Ahí decidimos hacer un receso y aprovechamos para hidratarnos.

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Ya casi habíamos alcanzado los 3.000m cuando oteamos a nuestra derecha la Laguna de Peñón Negro, paraje tranquilo y sereno que a pocos se les ocurría visitar. Todos teníamos puestas nuestras miras en las cotas más elevadas.

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No tardamos en localizar especies botánicas sumamente interesantes, una flora adaptada al rigor de estas alturas, muchas de ellas solo se daban en estos parajes.

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El sendero discurría sin dificultad alguna, los esquistos estaban dispuestos en horizontal y eso nos hacía avanzar rápido. De estar colocados en vertical como las lajas calizas que se dan en la Sierra de Grazalema la cosa sería bien distinta.

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Los neveros que decoraban estas desoladas laderas eran enormes. No es de prudentes cruzar uno de estos con esa pendiente tan acusada, atajar por en medio puede resultar fatal.

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En la lejanía comprobamos cómo un grupo de montañeros los evitaba bordeándolos por las piedras.

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Pasamos junto a una lagunilla situada encima de Los Tajos de Peñón Negro. A la diestra la laguna y a la siniestra un enorme nevero que se desparramaba por la pedregosa ladera.

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En aquel paraje moraban especies botánicas que no había visto antes. Pronto comencé con mis rodillazos, mis “levantás” y mis tonterías, que si el encuadre, que si la luz, que si el viento, que si esta cúal es… Ahí, en ese preciso instante, comenzó un dolor de cabeza que no me abandonaría hasta mucho más tarde, cuando me tomé un calmante ya de regreso en el pueblo.

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A poco estuve de revolear la cámara o regalársela al primero que pasara por la senda. Me senté en una piedra con la esperanza de que se me calmara pero como que no. Me resigné y no me quedó otra que fotografiar las plantas de pie, ya no osé agacharme más.

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La estrella de las nieves tapizaba el suelo húmedo de este escondido paraje. Esta especie botánica es un endemismo de Sierra Nevada, una auténtica joya.

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Seguimos adelante hasta situarnos en la cresta del Tajo del Contadero. Ante nosotros se extendía la Cañada de Siete Lagunas y a nuestros pies la más grande de todas ellas, Laguna Hondera.

Para llegar a ella debíamos de acometer una vertiginosa bajada. A media ladera me detuve, miré arriba y adiviné que la subidita no sería buena para mi impresionante dolor de cabeza. Despacito y con buena letra llegamos abajo.

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Nos fascinó la flora que moraba en los borreguiles que bordeaban la laguna. Y me quedé con las ganas de tirarme por los suelos. Me entretuve fotografiando las especies que no conocía y allí empleamos un buen rato.

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Y el rato fue tan bueno, agradable y extenso que al mirar el reloj caímos en la cuenta de que se nos había echado la hora encima, cosa rara en nosotros. Queríamos visitar todas las lagunas pero en esta ocasión, por mucho que nos pesara, no iba a ser posible. Así que gastamos el tiempo que nos quedaba en disfrutar de la Laguna Hondera, y no nos defraudó.

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Y tanto tiempo estuvimos en la Laguna Hondera que a punto estuvo hasta de mordernos un perro. Prefiero no contar que allí había un señor supongo que montañero, no sé si “nivel pro”, con tres pe-rri-tos. Y estos lindos canes campaban a sus anchas, batían cual rehala todos los alrededores escarbando como si no hubiera un mañana y en una de esas uno de ellos capturó un roedor que zarandeó con la boca dejándolo inerte sobre el borreguil. Después otro de los lindos perritos comenzó a escarbar por el lateral de una de las enormes piedras que hay en el mismo borregil y hizo un agujero tan profundo que hasta dejamos de ver al lindo perrito. Trincheras. Parque Nacional.

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Seguimos bordeando la laguna y nos sentamos en una piedra, eso sí, ni se nos pasó por la cabeza ponernos a escarbar. Abrimos la mochila, sacamos nuestro exclusivo menú de campo y dimos buena cuenta de él, no quedaron ni las migas.

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Tras la ingesta creímos oportuno emprender el camino de vuelta y abandonar aquel lugar, seguimos bordeando la laguna y nos plantamos ante la impresionante subida por donde antes habíamos bajado, ese era el sitio para salir de la Cañada de Siete Lagunas.

En el ascenso nos detuvimos varias veces, el dolor de cabeza era insoportable y en una ocasión estuve a punto de vomitar.

Aquí es donde antes inicié este breve relato.

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No tenía intención de escribir una crónica pero mis amigos han insistido en que la redacte, me comentan que al final será lo que perdure y que cuando pase el tiempo, al leerlas, recordaremos nuestras andaduras por estas hermosas montañas.

Flora localizada en una cota que ronda los 3.000m

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Republicano florido

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Junio. Acaban de caer dos gotas y hemos mirado al cielo al unísono, el cielo plomizo amenaza lluvia. Mis compañeros de expedición caminan delante de mí en silencio y en fila india. Nos adentramos en lo más profundo del bosque.

Llevamos un buen rato caminando y nos hemos detenido en el mismo borde de la floresta a contemplar la vasta llanura que se extiende ante nosotros. Un viento húmedo recorre estos parajes y nos refresca la cara. Una vez más agradezco los consejos de quién mejor vela por mí que casi me obligó, esta mañana muy temprano, a echar algo de ropa de abrigo en la mochila.

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Roncos ladridos se oyen en la lejanía, afinamos la mirada y conseguimos localizar un rebaño de merinas que baja por la loma en una fila india mucho mejor que la nuestra. Mira que ponemos interés en localizar al perro pastor pero no somos capaces de saber dónde está, debe tener el mismo pelaje que los borregos, de ahí que pase desapercibido, y estar está porque lo seguimos oyendo.

Cualquiera que nos vea desde lejos puede pensar que formamos una partida de caza, nada más lejos de la realidad, si observa con detenimiento comprobará que lo que portamos al hombro no son armas de fuego sino pesados trípodes.

Me llama la atención la majestuosidad de las montañas que tenemos delante, para llegar a ellas hemos de cruzar un impresionante llano salpicado de mil tonalidades, primavera en estado puro.

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Nos disponemos a cruzarlo pero no hemos recorrido ni veinte metros y ya estamos tirados por los suelos.

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Hay tantas especies que está uno como esa leona que acecha a una manada de cebras y no sabe por cuál decidirse, pues así estoy yo ahora mismito. Los lirios forman grupitos, son pocos los que osan vivir apartados del resto.

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La que de verdad coloniza esta llanura hasta que se pierde la vista es la correhuela. Me ha cautivado el cromatismo de su corola circular, tanto tanto que he decidido ilustrarla. Convolvulus meonanthus.

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Localizamos una armeria completamente blanca y la hemos rodeado haciéndole coro, tanto nos hemos acercado que creo que la hemos asustado. Miramos a lo lejos y conseguimos identificar algunas más. Entonces cada uno se ha liado con la que le ha parecido mejor,…esta no se mueve con el viento… de esta me gusta ese fondo… uy… mira estas dos… qué bonitas.

Y les hemos dedicado un buen rato. He desplegado el trípode y le he encajado la cámara, miro por el visor y me gusta lo que veo, jugando con la profundidad de campo consigo que todas las florecillas que tapizan el suelo por detrás se muestren como meros círculos difuminados.

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En los suelos más húmedos proliferan Serapias lingua y en el cauce seco de un arroyuelo hemos localizado varios pies de Sisymbrella aspera.

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Existe un afloramiento rocoso de formaciones paralelas, a las especies botánicas que moran en esos huecos son a las que les dedicamos más tiempo.

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Antes de abandonar aquellos parajes nos hicimos una foto de grupo de esta guisa. Imagen cedida precisamente por Selu Valencia.

 

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Friends & Roses

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Lo que iba a ser una expedición relámpago, es decir, llegar, fotografiar y poco más… tomó otros derroteros y casi sin quererlo nos plantamos delante del Tajo Daleao.

Nos cautivó la belleza de aquel lugar que ya había transitado en multitud de ocasiones y en las más variopintas situaciones, ahora se mostraba engalanado con la más exuberante de las primaveras.

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Sobre una piedra nos detuvimos un instante para hacernos una foto para el recuerdo, después ya no tuvimos tiempo ni tan siquiera de deleitarnos con el paisaje. Había tantas plantas esperando que le dedicáramos un fugaz momento que muchas ni las retratamos, es más… nos miraron con tristeza cuando abandonamos aquel paraje.

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Y mientras que el otro 50% de la expedición le tiraba los tejos a una amapola de Grazalema a pesar del viento que la zarandeaba yo me dedique a curiosear y disparar aquí y allá.

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Seguimos con nuestro itinerario y hemos pasado a los pies de un impresionante cortado donde la gente se descolgaba con cuerdas, miramos hacia arriba y no nos interesó mucho aquel entretenimiento, hola hola y seguimos a lo nuestro.

Ahí conseguimos fotografiar una planta a la que le tenía muchas ganas, siempre la había visto en lugares escarpados y a tanta altura que ni de puntillas en unos buenos zancos. Esta, por el contrario, estaba muy a la mano y tan bajita que casi la oíamos respirar. Me encaré la cámara, apoyé el codo en la piedra y le disparé sin miramientos, a bocajarro. Centaurea clementei.

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No fue el único encuentro interesante, ya a primeras horas de la fresca mañana nos habíamos adentrado en un denso bosque de encinas y quejigos buscando una orquídea y conseguimos localizarla, por supuesto. Mi buen amigo José Ramón no la conocía en persona y cuando se la presenté quedó prendado de tanta belleza. A esta le dedicamos unos cuantos rodillazos. Cephalantera rubra.

Nuestras salidas al campo no siempre terminan con una foto, ya sea buena o mala, a veces en mi caso voy un poquitín más allá y algunas plantas… las dibujo. A esta especie le tengo especial cariño, en su día la dibujé.

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Me siento en una de las piedras que surge de la hierba. Dejo a un lado la cámara encajada en el trípode y mi mochila, me seduce la belleza del paisaje que me rodea. A mi mente vienen esos buenos momentos que me ha reportado esta generosa primavera.

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Y recuerdo aquella foto de todos nosotros con la sensación del deber cumplido después de localizar una anhelada orquídea que nos dijeron que por aquellas tierras moraba, creo recordar que era a principios de Mayo.

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Una jornada donde no hubo empujones ni tan siquiera codazos para conseguir la mejor foto, reinaron la camaradería y los buenos modos. Cierto que echamos una jornada estupenda.

Son muchas las fotos de botánica que atestan mi disco duro y mi propia memoria. Y además de distintas localizaciones de la sierra

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Y la mayoría de las veces nuestras salidas gastro-botánicas, como algunos las han dado en llamar, finalizan con un refrigerio.

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Simancón semana 24

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Conseguí convencer a tres buenos amigos para que me acompañaran a ver qué flora moraba en aquellas alturas por estas calendas. Para llegar a la cúspide debíamos superar por lo menos dos tediosos repechos y quería pasarlos antes de que apretara el calor.

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En estas fechas El Puerto de las Presillas se muestra como un auténtico vergel engalanado con multitud de florecillas de infinitas tonalidades. La primera que nos cautiva es la amapola de Grazalema en el mismo sendero. Papaver rupifragum.

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Un poco más arriba nos hacemos la consabida foto de grupo en esa piedra que cada vez que pasas por allí ella misma te sisea para que te subas encima a hacerla. Mis colegas dicen que mucho me repito mas por estos lares en cierta ocasión me cayó una nevada…

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En frente nos contempla el Tajo Daleao, impasible, majestuoso. Cuanto más nos acercamos a él más me apetece subir por esa ladera de suave inclinación, de hacerlo por ahí llegaríamos mucho antes al Llano de la Balsa. Lo echamos a suertes y gana la opción inicial de seguir adelante por el sendero, nada de hacer la cabra, para empezar porque ninguno nos hemos traído las pezuñitas.

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Dicho y hecho, seguimos por el sendero un cuarto de legua más y giramos a la izquierda. Iniciamos la subida sin sendero definido, procurando avanzar sobre las piedras, a veces dando brincos de una en otra, de esta forma caminamos prestos.

Tan rápido vamos sobre las piedras que a poco hemos estado de no visitar una sima que por aquí existe. Posee dos agujeros de entrada y creo recordar que en cierta ocasión ya nos comentaron que a pesar de su amenazadora boca no era muy profunda.

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Unos metros más arriba ya estamos en ese llano que llaman de la Balsa en cuyo centro aún perduran los restos de un enorme pozo de nieve ya colmatado.

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Una interesante formación pétrea hace las veces de oteadero, me he subido encima buscando alguna especie interesante y he localizado una jarilla de delicados pétalos amarillos, podría ser Helianthemum hirtum pero lo cierto es que no estoy seguro.

Creo recordar de otras ocasiones que anduve por aquí que la angarilla estaba detrás de unos majoletos que precisamente ahora tenemos delante, en el mismo borde del llano. Cierto, ahí está, nada más sortear la angarilla el sendero ha dejado de serlo. Nos movemos por encima de piedras de afiladas aristas y ponemos especial cuidado en no tropezar.

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Ha sido adentrarnos en este lugar y comenzamos a localizar especies interesantes, me llama la atención una de tonalidades amarillentas muy esbelta. Presto me he tumbado sobre las piedras, incluso a sabiendas de que en estos parajes moran tímidas víboras. Mientras Selu aguanta el difusor le he disparado dos veces jugando con la profundidad de campo. Erysimum rondae.

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Entre las altas gramíneas, un poco más arriba, Pepe me ha señalado un nazareno, otra de las especies que andamos buscando. Recuerdo haber visto grandes concentraciones en la cima hacia donde nos dirigimos y dejo esta especie para fotografiarla allí arriba. Muscari atlanticum.

A la que no le dado la oportunidad de escabullirse ha sido al ajo de Grazalema. Esbelto, vigoroso, de blanco casi inmaculado. Me encanta el fondo de tonalidades verdes que lo decora detrás y no pierdo la oportunidad, Clic. Ornithogalum reverchonii.

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He puesto la mano sobre una piedra para tomar impulso, al incorporarme ya tenemos delante la impresionante mole caliza que es el Simancón, nos llama la atención su forma alomada. Parece que está ahí mismo pero nada más lejos de la realidad, aún nos queda un buen trecho.

El calor aprieta y aprieta tanto que nos hemos detenido a la sombra de un pino a tomar un refrigerio.

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Nos adentramos en una zona donde la palabra sombra no existe. El arbusto predominante es el rascaviejas. Sus hermosas flores amarillas ponen la nota de color a la seria caliza. Adenocarpus decorticans.

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El sendero zigzaguea manteniendo la misma cota, unas veces por encima de las piedras y otras entre las altas hierbas. Seguimos los hitos de piedra que marcan el camino, de no ser por ellos habríamos tardado mucho más en recorrer este paraje. El menor despiste del que abre la marcha nos puede acarrear una importante pérdida de tiempo, y tenemos muy presente que nuestro objetivo es llegar cuanto antes a la cima. Antes de que el calor sea insoportable, que lo será.

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Hemos cruzado esa zona donde la vegetación predominante es el cojín de monja y acometemos el asalto final a la cumbre. Ahora ya solo resta subir y subir.

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A medio camino hemos localizado una especie más que interesante, se trata de un ciruelo de pequeño porte que parece brotar de entre las piedras y que es el único que osa habitar en estos desolados parajes. Prunus prostrata.

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En la cúspide de esta montaña tan emblemática habita un auténtico enjambre de pequeños seres alados, desde bellas mariposas hasta moscas pegajosas pasando por avispas, avispones y otros pequeños seres que no me atrevo a catalogar, lo miras detenidamente y asemeja un Serengueti a pequeña escala.

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Ahí he conseguido fotografiar a la especie de nazarenos que andábamos buscando y que ya vimos mucho más abajo. Todos están ocupados por algún insecto polinizador. Hay dos que me llaman la atención, mientras Selu me sostiene el difusor les he disparado.

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Y resulta que arriba no se puede estar, el calor es insoportable y además tienes que mantener la boca cerrada para evitar tragarte alguna que otra mosca. Pero nada nos amilana para hacernos una foto de grupo.

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Levanto la cabeza y allí están Javier y Pepe esperando que nosotros dos saciemos nuestra sed botánica. Y ahí permanecen estoicos soportando un sol de justicia, muy de agradecer.

Leo detenidamente mis anotaciones y compruebo que hemos tenido la tremenda suerte de localizar en plena floración todas las especies que habíamos venido a buscar, y alguna que otra más.

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Ha llegado el momento de abandonar estos desolados parajes, la bajada ha sido frenética, tanto que para fotografiar a una planta que mora solitaria en una grieta ni tan siquiera me he detenido. Cerastium gibraltaricum.

Volveremos.

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Simancón – 1.569m – Semana 24.

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Silencio

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Puestos a escribir, escribamos algo, mas de he de ser cauto al hacerlo pues si plasmara lo que en estos momentos me ronda la cabeza…

Algo sucede y no sabemos de qué se trata, no se oye nada, en apenas un instante todo ha quedado calmo y quieto, un silencio espeso casi sepulcral, inquietante, ha cubierto con su manto estos recónditos parajes. Ni tan siquiera atinamos a oír los saltos de agua del arroyo que nos acompaña desde que osamos adentrarnos en este bosque sombrío.

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Han sonado dos disparos cerca, muy cerca, las balas han silbado por encima de nuestras cabezas. Silencio. Nuestros instintos más primitivos nos han hecho flexionar las rodillas, nos hemos mirado los dos, perplejos. Permanecemos en cuclillas. Silencio.

Creemos que ha pasado el peligro, a poco de incorporarnos un venado ha surgido atropelladamente de entre los brezos saltando por encima de nuestras cabezas, y lo ha hecho tan pegado que le hemos olido hasta el aliento. Tan cerca ha pasado que de ser nosotros también astados hubieran entrechocado todas nuestras cornamentas. Y tan pronto como apareció se lo ha vuelto a tragar la espesura. El bosque ha vuelto a quedar en silencio.

Lejanos ladridos que asemejan aullidos lastimeros acallan los sonidos de la floresta. Silencio una vez más. Nuestra zancada se torna lenta, pausada, temerosa. La hojarasca cruje bajo nuestras botas. Nuestra respiración se entrecorta, casi se detiene, cerramos los ojos como si de esta forma fuéramos capaces de oír lo que ni tan siquiera suena. Silencio.

Y es que tenemos la sensación de no estar solos, volvemos la vista atrás y ahí está, ahí mismo, cerca, muy cerca, en mitad del sendero, no sabemos cuánto tiempo lleva observándonos. Es blanco, enorme, de pecho envidiable y porte vigoroso, solo le queda una oreja, permanece quieto, nos mira detenidamente, no parpadea, nos analiza meticulosamente. Su mirada nos hiela la sangre, posee los ojos más oscuros que jamás habíamos visto antes. Perro.

No sabemos qué trama, en qué diablos piensa, una fugaz idea me pasa por la cabeza y me atemoriza, me asusta. ¿Cuántos como él serían necesarios para despedazar a una persona? Una tímida sonrisa se me dibuja en el rostro y es que… solo hay uno.

Se me cambia el semblante. Mi sonrisa ha durado bien poco y es que detrás de él ha aparecido otro perrazo de parecido porte, su cuello salpicado de sangre. Y detrás de este otro más y un poco más allá… otro… y otro.

Todos nos miran atentamente, ninguno jadea.

El líder, que a poco hemos estado de cogerle cariño de tanto como nos hemos mirado, ha desviado su inquietante mirada hacia la jauría. Con ese simple gesto, digno de un verdadero líder, el resto de la manada no ha dudado en adentrarse nuevamente en lo más profundo del bosque. Tan rápido como han llegado se han ido.

Y nuestro amigo sigue ahí, en silencio, quieto, por fin parpadea, nos regala una última mirada, gira la cabeza y de un brinco ha desaparecido en pos de los demás. De buenas a primeras, como por arte de birlibirloque, volvemos a oír el incesante ajetreo de los pajarillos en la floresta e incluso nos llega el sonido del arroyuelo que nos escolta desde hace horas.

Seguimos adelante, nos adentramos mucho más en el bosque y cuando nuestra provincia está a punto de dejar de serlo hemos localizado lo que veníamos buscando. Narcisos. Surgen de la hojarasca e iluminan el húmedo bosque de tal forma que parecen estar encendidos.

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Nos cautivó su belleza, tanto tanto… que decidí plasmar aquello que tenía ante mí en una de esas ilustraciones que acostumbro a hacer.

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El relato que le precede hace las veces de telonero porque el verdadero protagonista de esta nueva crónica en mi blog es este grupo de narcisos trompeteros que aquí os muestro, surgiendo de la hojarasca.

Y lo que narré al principio pudo acontecer… o no.

 

 

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Ordesa – Faja de Pelay

Hay que ver la velocidad del tren, más rápido debiera ir, y es que tengo unas ganas de llegar a mi querida tierra, a mi querido Sur…

Dos asientos más adelante, una encantadora abuela de incontenible verborrea relata anécdotas y lindezas de un nieto que dice tener. En su incesante batiburrillo va y dice: “Allá va el niño donde lo tratan con cariño”. He sonreído para mis adentros.

Hace días que no oigo hablar andaluz, pero qué bien suena, tanto como que cierro los ojos y ahora asemeja melodía. Un amigo cántabro de Maliaño, sí, de allí donde jamás se seca la hierba, dice que nosotros los andaluces hablamos cantando, pues será verdad.

Velocidad, suave traqueteo, cháchara, castillos recortados en el horizonte. Cae la tarde, su cálida luz ilumina infinitos paisajes que miro sin ver, las vivencias de días atrás vienen a mi mente. 26ºC.

4ºC. Carreteras sinuosas, laderas boscosas, esbeltos campanarios, tejados de negra pizarra, lúgubres túneles, bosques de cromatismo sin par, iglesias románicas, casas de piedra, robustas chimeneas, veletas ornadas de brujas. PIRINEO.

Senda de los Cazadores

Cuando Miguel me señaló por donde habíamos de subir le dije que no bromeara, que por allí era imposible que discurriera sendero alguno. No bromeaba. Miré detenidamente la empinada ladera y se me hizo un nudo en la garganta. Maldita sea. Tragué saliva. ¿Por ahí?

Si hubiera de describir aquel lugar empezaría por resaltar la valentía de los árboles que osaban morar allí, en aquel caótico lugar. La ladera parecía haberse resquebrajado y enormes trozos se habían precipitado al vacío dejando paredes tan verticales que parecían cortadas a cuchillo, inexpugnables. Tragué saliva.

En los trozos que habían quedado en pie las hayas se afanaban en subir ladera arriba desafiando al mismísimo Newton. Con la mirada escudriñé la pendiente y no fui capaz de adivinar por donde discurría la senda, volví a tragar saliva.

Miguel se adentró en el hayedo y yo le seguí. La subida comenzó sin avisar, de inmediato. Hojarasca y piedras cubrían una senda que se adentraba en el corazón de un bosque húmedo y sombrío.

Pronto entramos en calor. El sendero se convirtió en un continuo zigzagueo que me hizo olvidar todo cuanto tenía en la cabeza, incluso llegué a desechar mi afición a la fotografía. De vez en cuando oía protestar a mi cámara en el fondo de la mochila y le pedí por favor que se callase, que para fotitos estaba yo ahora.

No sé la cota que habíamos alcanzado ni el tiempo que llevábamos subiendo cuando me detuve. Miré de soslayo atrás y se me heló la sangre, no sería la única vez. Entre las ramas de los árboles atiné a ver allí muy abajo una pista forestal y un coche que circulaba por ella, tan pequeño que parecía una miniatura de juguete. En frente, unas paredes verticales iluminadas por el sol, grandes, enormes, altas, muy altas.

En ese preciso instante me propuse centrarme en el sendero, pero de verdad, sin contemplaciones. Tal es así que opté por no volver a mirar ni abajo ni atrás. Temí despertar ese vértigo que todos debemos tener latente en nuestro interior. Notaba que mi sensación de vértigo estaba a punto de brotar.

Y tanto me centré y concentré en el sendero que a poco estuve de hacer un detallado inventario de las piedras que lo formaban, ordenado por tamaño, peso e incluso estructura molecular. “Santa madre del amor hermoso, qué altura», me dije.

Lo cierto es que subimos a buen ritmo, al nuestro…que para nosotros es el mejor, evidentemente. Solo nos detuvimos en tres ocasiones a recobrar el aliento y beber agua. Estaba seco de tanto tragar saliva.

Ya estábamos en el mirador de Calcilarruego, habíamos empleado casi dos horas en llegar arriba. La subida había merecido la pena, ante nosotros se extendían las montañas más bellas que jamás habíamos visto antes. Esto no había hecho más que empezar.

El paisaje me dejó boquiabierto, me sorprendió cómo la naturaleza y el paso del tiempo habían modelado aquel lugar. Paredes arañadas, profundos valles, exuberantes laderas boscosas que asemejaban mosaicos tal era su colorido.

En aquel mirador coincidimos con más montañeros, unos hablaban fino, otros francés y cuatro parlaban una jerga incómoda de oír que no atiné a entender, ni interés que puse en ello, es más…ni falta que me hacía.

Sí se me grabaron las palabras de un asturiano que allí estaba: “a la faja no se le puede perder el respeto, hay que ir concentrado… porque una faja es una faja”.

Faja de Pelay

Habíamos alcanzado la cota más elevada de todo nuestro recorrido, ahora solo quedaba descender. Teníamos por delante unos veinte kilómetros. El único sendero que nos podía sacar de allí se suspendía sobre el Valle de Ordesa.

Aferrado en la escarpada ladera de la Sierra de las Cutas discurría a escasos metros del abismo. Abetos, servales de cazadores, álamos y alguna que otra haya hacían las veces de «quitamiedos de carretera».

Paisajes desnudos en las alturas a nuestra izquierda, atinamos a identificar varios monumentos naturales: El Dedo, La Falsa Brecha, La Brecha de Roland y El Casco con sus 3.011m. Al otro lado… Francia.

En lo más profundo del valle se abría paso el río Arazas y enfrente nos saludó El Tobacor, una mole pétrea de 2.779m. En sus laderas cortadas a cuchillo, al otro lado del valle, nos habían contado que discurría la Faja de las Flores, otra faja, al ver el panorama no quisimos saber nada más de ella, ni tan siquiera oír su nombre.

Siguiendo el consejo de aquel asturiano sabiondo nos centramos en nuestra faja y en ningún momento le perdimos el respeto, ni que decir tiene. Otros bravos y valientes montañeros avanzaban al trote ligero, como si les persiguieran los demonios.

Nosotros a nuestro ritmo, que como es nuestro para nosotros es el “mejón”. Y allí que fuimos por la senda, tranquilos, mirando a uno y otro lado, deteniéndonos cuando nos venía en gana, sin temer a que se nos echara la hora encima, deleitándonos con la belleza de aquellos parajes únicos.

Nos detuvimos en un recodo con los brazos en jarras, entrecerramos los ojitos como para aumentar nuestro poder visual y allí que, a lo lejos, más adelante, iba uno de aquellos bravos montañeros de telas llamativas, al trote ligero, sin mirar ni a uno ni a otro lado. A sus pies… el abismo.

Cielos azules. La luminosidad del día realzaba la grandiosidad de las agrestes montañas. Conocía este parque nacional por la foto del libro de ciencias naturales, de cuando estaba en el colegio, hace ya cuarenta y cinco años, de cuando la Guardia Civil salía al campo a caballo con su inconfundible tricornio y su áspera capa, lloviera o venteara. Y lo sé de buena tinta porque los veía salir, todos los días a través de la ventana de la clase, del cuartel que estaba enfrente del colegio. Alto ahí, que me voy por las ramas.

Y hablando de ramas, menos mal que están ahí haciendo las veces del más eficaz de los quitamiedos. De no ser así, mi latente sensación de vértigo ya hubiese despertado. Cruzo los dedos.

El sendero describe una media luna en dirección al Circo de Soaso. A nuestra derecha nos escoltan unas paredes verticales que me recuerdan a los paredones de la cara norte del Torreón. Inexpugnables.

En esta cota el otoño ya se deja notar, tiñe de llamativas tonalidades rojas, amarillas y anaranjadas los bosquetes que osan competir con los abetos. Los rayos de sol se filtran entre las ramas de las hayas, miras arriba y las hojas parecen estar encendidas, qué cromatismo.

Allí muy abajo, en lo más profundo del valle, atinamos a ver la escuálida senda por la que hemos de volver y nos sorprende la cantidad de gente que la transita y su minúsculo tamaño.

El bosque comienza a ralear, parece que lo hace adrede, como queriendo mostrarnos el más preciado tesoro que ocultan estas montañas. En lontananza conseguimos ver Monte Perdido, desnudo, insigne, escoltado a uno y otro lado por El Cilindro de Marboré y El Pico de Añisclo. A este conjunto de desnudas montañas se le conoce como Las Tres Sorores.

La belleza del lugar nos dejó boquiabiertos. Tanto como que decidimos almorzar disfrutando de cuanto teníamos delante, tranquilos y relajados.

La Faja de Pelay ya había quedado atrás, la miramos y nos sorprendió ver por dónde habíamos llegado hasta aquí. Había merecido la pena el esfuerzo.

Un cartel avisaba de la peligrosidad de la Faja de Pelay y aconsejaba no iniciar el sendero pasadas las tres de la tarde.

Circo de Soaso

Tras degustar nuestro menú de mochila no nos quedó otra que continuar sendero abajo, nos plantamos ante la Cascada de Cola de Caballo, a los pies de Las Tres Sorores.

Para llegar hasta ella a poco hubimos de apartar la gente a empujones. Quien ya conocía este paraje comentó que bajaba poca agua.

Estábamos en el punto más distante de nuestro recorrido y era el momento de emprender el camino de vuelta.

Pradera de Ordesa

Ya solo restaba bajar, bajar y más bajar. El río Arazas no nos abandonaría en ningún momento, se convertiría en nuestro compañero inseparable. En su curso alto cruzaba una pradera de cómodo tránsito donde no moraba árbol alguno.

Un poco más adelante la cuesta fue más acusada y el río formaba hermosos saltos de agua.

Miramos a la izquierda, arriba, a la Faja de Pelay y conseguimos ver a gente que bajaba por el mismo sendero que nosotros habíamos seguido. Nos llamó la atención el abismo que se abría a sus pies, en el mismo borde del sendero.

Continuamos bajando y nos adentramos en la espesura de un hayedo de árboles altos cual catedrales. Las hayas vestidas de otoño nos agasajaron con su colorido. Nos detuvimos a contemplar aquella hermosura, pasaron junto a nosotros al trote ligero muchos montañeros de llamativas prendas, como espoleados por el mismísimo diablo.

Y allí que estuvimos un buen rato, tranquilos y relajados, jugueteando con las luces y las sombras, saboreando aquellos rayos del atardecer que parecían encender la floresta. Nos afanamos en captar las tonalidades otoñales, otra cosa bien distinta es que lo consiguiéramos.

En la otra orilla nos hizo señas un hayedo de troncos plateados, sombrío, con el suelo cubierto de hojarasca. Nos invitaba a adentrarnos en la espesura y a poco estuvimos de caer en la trampa que nos estaba tendiendo.

Caía la tarde, pronto las sombras de la noche sumergirían estos parajes en la más completa oscuridad y no era el momento de acometer nuevas aventuras. Ya habíamos tenido bastantes emociones por hoy, era el momento de volver.

 

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No hay naide

Comenzamos esta temporada donde terminamos la anterior: Puerto del Boyar. Quisiera decir que mucho ha llovido desde aquel entonces pero no ha sido así, muchos días de calor se han sucedido uno tras otro… y los que aún están por llegar.

Pues nada, ya tenemos la mochila colgada a la espalda, unos el bastón bien atado a la muñeca, otros la gorra bien calada y yo haciendo aspavientos para ajustarme el arnés de la cámara que, a pesar de todo el tiempo que he tenido para aprender, aún no sé hacerlo solo.

Nos miramos los cuatro y al unísono damos el pistoletazo de salida a la nueva temporada. No estamos todos los que somos. Comenzamos a subir y lo hacemos con ahínco, con tanto que pronto perdemos el resuello, nuestros resoplidos inundan la tranquilidad del bosque.

Este primer repecho nos hace calentar motores más pronto que ojú, notas que te falta el aire, te detienes, jadeas, empiezas a disimular, te giras para ver por dónde viene el compañero que te sigue, haces como que fotografías algo interesante pero que en realidad no lo es, es más… ni tan siquiera llegas a enfocar, disparas, procuras que tu respiración no sea más ruidosa que la de los demás, más jadeos, guardas la compostura. Te pones la mano en la cintura y miras al suelo, casi despeinado.

Pues sí que hemos empezado con fuerza, “santodios”, qué ímpetu. Alto, tranquilidad, quietos todos, echemos el balón al suelo porque esto se nos puede ir de las manos, a poco hemos estado de que se nos vaya la junta de culata.

Recobramos el aliento, unos más que otros, continuamos subiendo. Más arriba el Puerto de las Presillas nos espera. A cada zapatazo que doy los recuerdos afloran en mi mente y pienso en todo lo que este tórrido verano ha dado de sí.

Ahora entre tanto pino que escolta este sendero recuerdo el fin de semana que pasamos en la Sierra de Baza. Su espectacular flora me llamó tanto la atención que decidí dibujar una lámina agrupando varias de las especies que allí nos encontramos, concretamente en los Prados del Rey a 2.050m., bonito lugar.

Zigzaguea la senda en el último tramo y ya estamos arriba, aquí ni voy a mencionar la tremenda nevada del año pasado ni tampoco nos vamos a hacer la foto de grupo donde siempre nos la hacemos, que ya está bien, que no hay vez que no pasemos por aquí que no nos hagamos la dichosa fotito de grupo.

Miro al frente, ahí está el Tajo Daleao, altivo, desafiante, muy daleao. Se erige cual catedral y entonces caigo en la cuenta de que la última vez que estuvimos por estos andurriales nos subimos casi a lo más alto. Y que estando allí miramos hacia aquí y todo esto donde estamos ahora se veía pequeñito, pequeñito cual diorama.

El caminar pudiera ser alegre, tal es lo cómodo de transitar por este paraje pero nos detenemos en multitud de ocasiones, y ahí que vamos de cháchara contando cosas que se pueden contar y otras que no se deben. Psssssss.

El Tajo Daleao no nos quita ojo, cree que nos vamos a subir a él pero está muy equivocado. Aunque somos intrépidos, valientes y aventureros el asaltarlo no aparece en nuestra particular lista de objetivos para hoy, nuestra hoja de ruta pone algo como de llegar a Villaluenga, del Rosario para más señas.

Llegamos a ese puerto que ahora no me acuerdo cómo diablos se llama, sí, ese que está rematado por un muro de piedras que otrora debió tener angarilla pero que ya no la tiene. Tan deteriorado está que se puede pasar al otro lado casi por cualquier sitio. Corre la brisa y la temperatura es muy agradable.

Ahí mismo está el Circo del Dornajo, a un lado la Sierra del Caíllo, muy desnuda, y en lontananza nos saluda la Sierra del Aljibe, muy vestida. Con ese paisaje a modo de decorado nos hacemos la foto de grupo del día.

Continuamos bajando y las frondosas encinas no nos dejan disfrutar del paisaje que nos rodea. Sabemos que a la siniestra se sitúan las más altas cotas de la Sierra del Endrinal y a los pies de los Navazuelos los impresionantes escarpes que conforman el Circo del Dornajo.

A lo lejos contrastan los frescos tonos de la chopera más arriba de la casa con el verde grisáceo de las encinas. Sabemos que ya queda poco para llegar a la casa y es que atinamos a ver uno de sus muros entre la floresta.

El inexorable paso del tiempo solo mantiene en pie dos muros y cuarto y mitad de otro. Las corraletas que circundan la casa están completamente derruidas y a los pies de una de las majestuosas encinas que hacen las veces de centinela de este bucólico lugar localizamos un pequeño dornajo casi oculto por la hojarasca.

Nos hemos descolgado la mochila para hacer un breve receso cuando han surgido, no sabemos todavía bien de dónde, una horda de moscas gordas como garbanzos. Debían de estar mucho más sedientas que nosotros pues se nos han pegado hasta en las comisuras de los labios. Tan pronto como nos quitamos la mochila nos la hemos vuelto a colgar y ya ha sido un no parar de improperios, aspavientos, exabruptos y manotazos. Hemos apretado el paso y las hemos ido dejando atrás, qué ascazo.

Huyendo de los pegajosos dípteros nos hemos colado entre unas enormes piedras. Al pasar al otro lado hemos accedido a un paraje donde jamás da el sol, las piedras están cubiertas de musgo, las encinas que aquí moran aspiran a ser tan altas como las piedras que cierran este lugar pero no lo consiguen. Corre una brisa que nos refresca el rostro y las moscas han desaparecido como por arte de birlibirloque. Aquí… nos vamos a tomar el refrigerio.

Una vez saciada la sed no nos queda otra que retomar el camino y salimos del escondite cual desconfiado gazapo, mirando a uno y otro lado, no sabemos si las moscas nos estarán esperando afuera. Solo hay tres apostadas pero hemos corrido tanto que no les ha dado tiempo de avisar al resto.

Moscas, pasto seco, cebollas albarranas, caliza, polvo, endrinas, plumas de buitre, muchas plumas de buitre, excrementos de buitre, huele a festín… de buitres. No lejos de la fuente que por estas calendas es incapaz de llenar sus tres pilones hemos localizado los restos del banquete, se trata de una palurda.

Me he acercado al lugar para hacerle una foto y resulta que al cadáver le falta el cráneo, he conseguido dar con él a los pies de un majuelo, oculto. Lo he cogido por uno de los cuernos y lo he situado dentro de la “escena”. He pecado, no suelo hacerlo, pero en esta ocasión debo reconocer que lo he hecho, he manipulado los restos. Cuando la composición casi ha sido de mi agrado me he puesto en cuclillas y he disparado.

Vuelvo adonde mis compañeros y ahí que están de palique con una francesa que habla más que todos ellos juntos. Y mientras se pasa por la cara una pluma de buitre que acaba de coger del suelo y que debe tener mil doscientos ácaros de trece especies distintas nos cuenta que en sus vacaciones, ella y su marido, se dedican a perseguir sus propias maletas, y su marido, a su lado, asienta con la cabeza, sonriente, y que hoy van a Benaocaz, donde ya deben estar las maletas y que mañana a Montejaque y que… y que… una simple mirada entre nosotros ha bastado para empujarnos a seguir adelante, apretamos el paso y en la soledad de estos parajes aún se oye la verborrea de la buena señora.

Apretamos el paso un poco más y por fin la hemos dejado de oír. El bosque deja de serlo en la cabecera de la Cuesta de Fardela. El suelo está cuarteado, reseco, ni tan siquiera las garrapatas osan morar aquí.

La fuente de las nueve pilas picás no vierte agua en ninguna de ellas, de hecho solo la primera contiene algo de agua sucia. De todos modos, aunque manara no conseguiría llenar todas las pilas ya que las juntas de unión entre unas y otras están resquebrajadas. Esta insigne fuente no vive sus mejores momentos y es una verdadera pena.

Miramos al frente y allí en lo alto está el puerto de la Víbora, por ahí tenemos que pasar al otro lado. Una encina recortada en el lejano horizonte parece saludarnos haciendo aspavientos como diciendo “por aquí, por aquí”, y como somos muy obedientes hacía ese lugar enfilamos nuestros pasos.

Subir ha sido más rápido de lo que pensábamos y cuando llegamos arriba una agradable brisa fresca nos da la bienvenida. Desde nuestra atalaya oteamos el Navazo Hondo y a la derecha la ladera cubierta de majoletos que nos llevaría hasta el Navazo Alto, detrás… El Caíllo, por ahí hoy no pretendemos ir.

Ha llegado el momento de dar buena cuenta de nuestro menú de mochila y optamos por almorzar antes de continuar bajando. Sentados en piedras bajo una enorme encina nos hemos comido todo cuanto nos han puesto por delante, no han quedado ni las migas.

Mientras degustamos caldos y viandas el paisaje que tenemos enfrente nos provoca, es más… sabemos que lo hace adrede y es que nos incita a que lo exploremos. Somos conscientes de que no debemos caer en la trampa, adentrarnos en esos parajes nos demoraría muy mucho y probablemente nos sorprendería la noche, los cuatro decidimos ajustarnos a lo que pone nuestra hoja de ruta. Villaluenga, del Rosario para más señas.

Tras el almuerzo y no habiendo caído en la tentación seguimos bajando del Puerto de la Víbora, rozamos el Navazo Hondo, pasamos la cancela y seguimos adelante.

Nos adentramos en un bosque de alcornoques y nos topamos con el que debe ser el abuelo de este lugar. Parece no conocer hacha pues juraríamos que jamás ha sido descorchado. Enorme.

El alcornocal ha quedado atrás, entonces caigo en la cuenta que estos mismos parajes los recorrí el año pasado tras una copiosa nevada con el amigo Selu, y recuerdo que el traicionero hielo esperaba el más mínimo descuido nuestro para hacernos caer. Qué diferencia de ambiente, en aquel entonces frío y húmedo y ahora cálido y seco.

Lo que no recuerdo es que estos andurriales tuvieran semejantes desniveles. No existe alternativa a la senda que seguimos para adentrarnos en estos parajes.

Hemos llegado a esa escondida corraleta donde mora un robusto nogal, algunos de sus frutos ya han caído al suelo y otros cuelgan de las ramas protegidos dentro de su cápsula verde.

Cae la tarde, debemos seguir adelante, trasponemos un pequeño puerto y oteamos la desnuda Sierra del Palo en la lejanía, sabemos que ya queda poco para llegar a nuestro destino.

En el preciso instante que nos detenemos para otear el paisaje un buitre pasa junto a nosotros, y vuela tan cerca que oímos el sonido de sus alas al surcar el aire. Está ahí mismo, gira la cabeza, nos mira y juraría que nos ha guiñado.

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La última primavera

No te vas a creer los sitios que he visitado esta primavera, nuestra última primavera. Los lugares han sido tan dispares e interesantes que sé que te gustará todo lo que tengo que contarte.

Y para empezar quisiera hablarte de un lugar donde el sonido del agua lo envuelve todo, donde a la sombra de larguiruchos árboles discurre un arroyo que quisiera ser más ancho pero que no puede. Y baja encajonado, alegre y saltarín entre piedras y algún que otro helecho tan antiguo como la propia vida.

Aquí, en este húmedo canuto el frescor aspira a ser intenso frío y lo llega a conseguir en los días más crudos del invierno, tal es así que cuanto más te adentras en este paraje más te apetece abrigarte.

Aquí moran especies botánicas muy interesantes y, no te lo vas a creer, cada vez que venimos encontramos algo diferente. Sé que este sitio te gustaría.

Sabes mejor que nadie que desde pequeño me fascinó el dibujo, pues nada, resulta que se me metió entre ceja y ceja ilustrar una planta que hace poco que han descrito.

Y allí que ensillamos los caballos y partimos hacia aquellas tierras del este, hacia donde nuestra provincia ya deja de serlo. El viaje fue agradable y duró menos de lo que habíamos pensado. Cuando llegamos nos sorprendió la belleza del paisaje. Oh… si lo vieras.

Estas tierras son muy agrestes, aquí el bosque de pinos se afana en colonizar las abruptas laderas de piedra y solo lo consigue cuando la tosca se lo permite. Una tosca tan dura como aquella que nos encontrábamos cuando empezamos a domesticar el huerto, ¿la recuerdas?, maldita tosca, que por muchos cálculos que tú hacías para sacarla siempre imperaba la fuerza bruta, o ella o tú. Y ahí que te empeñabas en dominarla a base de zoleta llegando incluso a saltar chispas, sacando fuerzas de donde ya apenas quedaban. Mucho ha llovido desde aquel entonces.

Abrigos, agujeros y otras cavidades decoran la montaña y te sorprendería el extraplomo de algunas de sus paredes. Y aquí en estos abruptos parajes mora la planta que hemos venido a buscar. Es bajita y sus tonalidades moradas son muy agradables a la vista, te llamaría la atención que un tallo tan ridículo y escuálido sea capaz de sostener tanto estandarte.

Pues no te lo vas a creer pero en la cima de una de estas altas montañas hay un pantano, como si alguien se hubiera afanado con una enorme cuchara en dejarla hueca cual huevo duro pasado por agua, sí, como aquellos que cenábamos cuando solo había dos canales de televisión. Desde arriba las vistas son excepcionales y se ve hasta lo traspuesto. Además en medio de este bosque existe una iglesia rupestre en un lugar al que han dado en llamar Bobastro.

Y entre tanta montaña recuerdo aquella ocasión en la que te empeñaste en cruzar con nuestro Seiscientos el Puerto de las Palomas bajo un aguacero de mil demonios, una auténtica locura en aquellos tiempos. Y ahora se me viene a la mente como si fuera ayer. Me veo agarrado al respaldar de tu asiento mirando por la ventanilla donde golpeaba la lluvia con tanta violencia que me hacía hasta parpadear sobresaltado, a pesar de que abría los ojos como platos no conseguía ver el fondo de aquellos abruptos cortados entre las nubes. Sentado junto a mí estaba mi hermano con la carita más blanca que la cal. Recuerdo que Madre dijo: “Juanito, ¿dónde nos has traído?”

Y hablando de Grazalema… pues aquí precisamente estoy de rodillas en medio del bosque peleándome con un trípode que me ha regalado tu nieto. Tengo ante mí una plantita que quiero fotografiar pero el mero hecho de conseguir que la cámara la encare es harto complicado, me está poniendo hasta de los nervios, no consigo dominar este artilugio del diablo y ya me duele hasta el cuello de tanto arquearlo.

A punto he estado de tirar la toalla como con la tosca, pero no, me he sentado en el suelo tranquilamente, nada de estar de rodillas, por un instante me he olvidado de la bendita cámara y del puñetero trípode. He mirado a ver dónde están mis compañeros y veo que Manolo está tirándole los tejos a una delicada orquídea y Pepe anda buscando otras a las que tirárselos.

Me pongo de rodillas, agarro el disparador y miro por el visor, como por arte de birlibirloque ahí está la composición que me gusta, aguanto la respiración como si estuviera haciéndolo a pulso y disparo. Esta es la foto que andaba buscando.

Y qué te puedo contar de Atila, nuestra mascota, que ya lleva unos cuantos meses con nosotros. Cuando se puede y no molesta deambula suelto mas se comporta como si fuera atado pues de nosotros poco se separa, se empeña en que seamos manada manteniendo vigilada tanto la vanguardia… como la retaguardia. Lo cierto es que si nosotros disfrutamos con él, más disfruta él con nosotros, este Atila de ahora no se zampa los calcetines como aquel otro que otrora tuvimos, ¿recuerdas? “Carlitos, que tengo unos calcetines cojos, échale un vistazo al perro cuando lo saques”.

Este nuevo Atila tanto se aplica en agradar y colaborar que estamos pensando en ajustarle un arnés para que porte el pesado trípode, seguro que lo haría de buena gana. Todavía no sabemos si sabe ladrar.

Y no quisiera decirte adiós sin hablarte de un lugar que existe perdido en medio de las montañas. El otro día le comentaron a Selu que por estas calendas tal paraje se engalana de una desbordante primavera y queríamos saber si eso era cierto.

Y en eso estamos, llevamos un buen rato cruzando un extenso bosque de alcornoques que parece no tener fin. Bajo la floresta solo se oye el pisar de nuestras botas y el ajetreo de los pajarillos. De buenas a primeras nos hemos plantado en un claro donde moran algunos chopos y un arroyuelo se encarga de mantener el suelo bien encharcado. Este lugar es hermoso pero no es el que andamos buscando. Seguimos adelante.

Estamos en el mismo borde del bosque y en frente, al otro lado del llano, existen unas montañas que se nos antojan inexpugnables. Su perfil aserrado nos avisa de lo caótico de esos parajes, hacia allí encaminamos nuestros pasos.

Miramos a uno y otro lado y un auténtico manto de mil colores cubre las suaves colinas que conforman este llano encajonado entre agrestes montañas. Sé de buena tinta que este lugar te hubiera encantado y el que nos avisó de la belleza de la primavera por estos lares no nos había mentido. Hay tantas especies botánicas que algunas no sabemos ni cómo demonios se llaman.

Y ahora que ya no estás… prefiero recordarte entre tus macetas y tus plantas, entretenido, sonriente, relatando hasta la saciedad esos chascarrillos que solo tú sabes contar.

Papá, estés donde estés, jamás te olvidaré.

 

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