Siete Lagunas

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Este fino polvo que levantan nuestras propias botas nos hace toser de vez en cuando. Las tonalidades del polvoriento sendero se han adherido a la vestimenta y de rodilla para abajo todo es el mismo color.

Llevamos tantas horas bajando de la montaña que temo haber olvidado cómo se sube una escalera. Maldita sea, esta bajada parece no tener fin. Iniciamos el descenso después de almorzar, son más de las siete de la tarde y aún continuamos. Por ahí arriba ya debe quedar poca gente, es más… probablemente seamos los últimos, como siempre.

Me he rezagado a posta y mis compañeros caminan delante, por un instante he perdido la concentración y le he dado tal patada a una piedra que he visto hasta las estrellas. Me he detenido en medio del sendero y a punto he estado de quitarme la bota para comprobar si las uñas siguen en su sitio, y entonces me he dicho que para qué, para bajar renqueante… no no, opto por seguir ladera abajo, y ya tendré tiempo de evaluar daños, poco a poco, a cada paso que doy parece que el dolor va desapareciendo, seguimos bajando… y bajando.

Cae la tarde, ni tan siquiera sabemos qué nos queda para llegar a Trevelez, y entre alpargatazo y alpargatazo pienso en todo lo que ha dado de sí el día. El esfuerzo de esta tediosa bajada que antes fue agotadora subida nos ha permitido visitar unos parajes de ensueño. Y bajo realmente pletórico, en un principio dudé de poder llegar arriba a cuenta de la puñetera ciática que me había tenido renqueante días atrás.

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Pero vayamos al inicio de nuestra andadura por el techo de la península, todo esto comenzó muy de mañana. Abandonamos el pueblo por un camino encajonado entre muros de piedra. El sonido del agua invadía aquellos parajes y vadeamos varios arroyos de aguas cristalinas.

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El sendero subía bajo la protección de esbeltos chopos, allí moraban plantas que gustaban de suelos frescos y húmedos. Nomeolvides de pétalos celestes y alguna que otra orquídea.

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Las dedaleras nos saludaban al pasar, su esbeltez y su llamativa coloración púrpura las delataban, las alcanzábamos a ver desde lejos, todas ellas miraban al Barranco de Trevelez.

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De vez en cuando oíamos las voces de los lugareños y algún que otro golpe de “amocafre” como lo llama mi padre, y es que estas gentes se afanaban en cultivar las empinadas y difíciles laderas. Mediante recios muros de piedras perfectamente apiladas formaban bancales donde cultivaban cereal, hortalizas y mantenían algún que otro árbol frutal. El agua bajaba de las más altas cumbres por acequias tan antiguas como la propia montaña.

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Y fuimos subiendo tanto, tanto… que fueron desapareciendo muros, bancales, huertas, árboles frutales y hasta lugareños. Pronto nos quedamos solos en la inmensidad de aquellos parajes. El agua que discurría por las acequias se convertiría a partir de entonces en nuestra incondicional compañera.

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Habíamos dejado atrás la cota donde se asentaban las huertas y comenzamos a encontrar especies botánicas muy interesantes, y entre ellas destacaba una que no conocía y que me cautivó por su belleza, supe que se trataba de una Aquilegia pero en aquel instante no atiné a ponerle apellido.

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Allí moraba acompañaba de un cardo que sí conocía, un clavel de recatada corola, una lavatera de delicados pétalos rosas, un agracejo en flor, una compuesta de flor amarilla y un antipático Eryngium que me dijo que no me acercara.

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A veces las acequias eran tan anchas que se precisaba de gruesos tablones dispuestos a modo de puente para poder vadearlas. El agua estaba fría como ella sola y bajaba tan impetuosa encajonada en aquellas acequias que estas asemejaban montañas rusas, de las de auténtico vértigo.

Miramos hacia abajo y comprobamos que eran muchas las acequias que trazaban la ladera. Y desde nuestra altura atinamos a ver cómo el agua se precipitaba por ellas hacia el fondo del valle.

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Llegó un momento en el que ya comenzamos a hacer cálculos sobre velocidad media, distancia a recorrer, presión atmosférica, humedad del aire, longitud de nuestra zancada… y entonces caímos en la cuenta de que a este ritmo tan nuestro y que nos caracterizaba… jamás llegaríamos arriba. En ese momento pactamos detenernos lo estrictamente necesario.

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Apretamos los dientes y con paso firme fuimos subiendo por la ladera. No llevábamos ni media hora de continua subida cuando esa norma que nosotros mismos nos habíamos impuesto quedó derogada. Volvimos a detenernos con todo y con nada. Cualquier motivo era más que suficiente para hincar la rodilla en tierra y fotografiar esta y aquella otra planta, piedra, insecto… lo que fuera.

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La vertiente de enfrente estaba coronada por una montaña tan alta como no habíamos visto otra antes. La sola idea de saber que por esta ladera, en la que estábamos, teníamos que subir muchísimo más arriba… nos hizo silbar, mirar para otro lado y pensar en otras cosas. Uy, mira que planta más interesante.

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No sabíamos la cota en la que estábamos cuando localizamos un pendejo en flor y una robusta armeria. Y entonces tuvimos, una vez más, otro motivo para detenernos.

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Y allí mismo varias más cayeron fulminadas bajo el objetivo de mi cámara.

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Nos adentramos en un bosque de coníferas, tan separadas unas de otras que parecían estar enfadadas. Nos sorprendió localizar el bosque en aquella cota, pero mucho más sorprendidos debían estar los propios árboles de haber llegado tan alto.

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A poco de salir del ralo bosque oteamos nuestro destino en el lejano horizonte, sentados en una piedra nos hicimos la primera foto del grupo del día.

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Habíamos alcanzado los 2.400 m. de altura cuando llegamos a un paraje que las gentes de estas tierras conocían como las Campiñuelas. Un cortijo de recios muros y planta rectangular junto a una era circular de enorme lozas de piedra casi negra y numerosos bancales en la ladera revelaban el uso agrícola y ganadero en este lugar.

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La Acequia de los Posteros recorría todo el perímetro de este paraje aportando el agua necesaria para el cultivo del centeno, mucho más resistente al frío que el propio trigo. Además en estos bancales también se cultivaba la papa de la sierra, una variedad del conocido tubérculo que era muy apreciada por su exquisito sabor.

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Coincidimos con unas gentes que subían a lomos de bestias a lo más alto de la sierra, al mismo lugar a donde nosotros íbamos. Y el locuaz arriero nos confesó algunos secretos de estos parajes y también nos aconsejó por donde debíamos subir a Siete Lagunas. Nos aseguró que si seguíamos a pie juntillas sus instrucciones y subíamos por donde nos indicaba nos enamoraríamos para siempre de estos parajes, parece ser que al llegar arriba nos aguardaban unas vistas impresionantes.

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Junto a una pequeña laguna, nos tendimos en el suelo entre las bestias para fotografiar algunas de las especies botánicas que allí moraban. Empezó a refrescar y yo, que iba en manga corta, lo noté mucho más. Opté por no abrigarme pues aún nos esperaba alguna que otra dura subida.

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Dejamos atrás Las Campiñuelas y continuamos con nuestro deambular por aquellas tierras. Me llamó la atención localizar algunos Prunus, supongo que prostrata, entre las piedras, y a partir de ahí ya no vimos nada de tronco leñoso.

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El sendero se abría paso en la ladera cubierta de matorrales almohadillados de tonos amarillos. Continuamos deteniéndonos en más ocasiones de la cuenta, sabíamos que íbamos mal de tiempo pero no nos importó. Y se me pasó por la cabeza convertirme en cuatrero y seguir subiendo por aquellas vertiginosas laderas a lomos de una de esas bestias que se habían quedado pastando allí abajo.

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De vez en cuando en algunas cañadas el agua se abría paso creando auténticas torrenteras. Me llamó la atención el contraste del verdor de sus orillas cubiertas de fresca hierba con el pedregal por donde discurría. Y en uno de esos idílicos lugares nos hicimos una foto sentados sobre la hierba.

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Llegamos a uno de esos lugares donde la delgada torrentera se convirtió en auténtico arroyo de montaña, ancho, profundo, caudaloso. Y en ese mismo sitio coincidimos una vez más con las gentes que subían a lomos de mulas. Vimos como a duras penas consiguieron vadear el arroyo y caímos en la cuenta de que por ahí para nosotros sería mucho más complicado.

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Seguimos aguas arriba intentado dar con un sitio donde el cauce fuera más estrecho pero no conseguimos dar con él. Se me ocurrió saltar a una piedra en medio del arroyo y de ahí pasé a la otra orilla sin apenas esfuerzo.

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Comencé a subir por la otra vertiente, a medio camino me detuve y me di la vuelta, entonces comprobé que mis compañeros no habían seguido mis pasos y aún permanecían en la otra orilla. Aguardé paciente que vadearan el arroyo y cuando estaban entretenidos en aquel menester les disparé.

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Enfrente teníamos una colosal pared de piedra, inexpugnable, el Tajo del Contadero. Prestando atención a aquel farallón vimos cómo por allí se descolgaba una caída de agua no llegando nunca a formar cauce, el viento se encargaba muy bien de pulverizar su agua. Nuestro primer destino estaba a la derecha de aquella monumental pared pétrea.

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El sendero nos llevó ante aquel lugar del que nos habló el locuaz arriero. Y  en ese preciso instante recordamos sus palabras: “Subid por las Chorreras Negras, pegados a la de la izquierda, cuando lleguéis arriba las vistas son impresionantes. A un lado el Mulhacén, y al otro lado del cordel… el Peñón del Globo, el Puntal de Siete Lagunas y detrás… el Alcazaba. Nosotros subimos por la loma porque por ahí no pueden pasar las bestias.” Y cuando nos contó todo aquello, procuramos no olvidar ninguno de los topónimos.

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Nos propusimos hacerle caso y nos fuimos acercando poco a poco, más y más al lugar por donde se precipitaban al vacío aquellos dos saltos de agua. Y a poco de acometer la subida me detuve en medio del sendero, con los brazos en jarra analicé concienzudamente el panorama.

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En un principio debo reconocer que dudé de subir por allí. Afiné la mirada y me sorprendió ver en aquella abrupta ladera un reguero de diminutas personas ataviadas de llamativas prendas, pero más me sorprendió comprobar que ninguna de ellas se movía. En concreto observé a un anaranjado montañero que permaneció quieto durante un buen rato. Llegamos a la conclusión de que la subida debía de ser bastante dura y la bajada demasiado peligrosa.

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Nos miramos los tres y optamos por subir por las Chorreras Negras y ya después, a la vuelta, bajar por la loma, por donde las bestias. Acometimos la subida, vadeamos una pequeña chorrera y nos pegamos a las piedras.

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Fuimos subiendo con paso firme y nos vimos obligados a detenernos de vez en cuando, para nosotros subir del tirón era impensable. Pero lo cierto es que mantuvimos tal ritmo que nos sorprendió llegar arriba mucho antes de lo esperado.

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Fue pasar al otro lado, donde la Laguna Hondera, y la temperatura cayó en picado, hacía tanto frío que me descolgué apresuradamente la mochila, trasteé dentro buscando el cortavientos y me lo encasqueté más rápido que ojú, subí la cremallera hasta arriba del todo.

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Y comprobamos que el locuaz arriero no se había equivocado. Aquel lugar nos agasajó con esas hermosas vistas que el mismo nos había descrito. Me llamaron la atención las lagunas de aguas cristalinas y las laderas que cerraban a norte aquellos parajes. Algunos neveros aún decoraban las escarpadas laderas.

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Había llegado la hora de dar buena cuenta de nuestro menú de mochila. Pero para almorzar debíamos estar resguardados del gélido viento que barría aquel lugar. Nos parapetamos tras una piedra y allí comimos al sol, en la misma orilla de una de las lagunas, no quedaron ni las migas.

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Tras la ingesta, aunque disponíamos de poco tiempo, optamos por seguir adelante para explorar aquellos parajes. Caminamos por una pedregosa loma hacia un collado que cerraba aquel circo por el norte. A un lado el Mulhacén y al otro el Peñón del Globo.

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Y nuestra decisión de seguir adelante fue más que acertada, allí conseguimos visitar unos parajes espectaculares. Siguiendo aguas arriba un arroyo accedimos a otra de las lagunas.

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Al margen del paisaje que nos rodeaba lo más notorio para mí era el conjunto de especies botánicas que en aquellas alturas moraban. Muchas, mejor dicho… la mayoría eran nuevas para mí. Las gencianas surgían de entre la hierba fresca y tuve la tremenda suerte de localizar varios ejemplares hipocromáticos.

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Violetas, linarias, siemprevivas, arenarias e incluso unas hojas basales aterciopeladas que en un principio no atiné a identificar, después supe que se trataba de la Estrella de las nieves, el símbolo de estas montañas. Disponíamos de poco tiempo y apresuradamente intenté captar con el objetivo de mi cámara todas las que me salían al paso. Ya en casa, detenidamente, tendría tiempo de identificarlas… o no.

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Y antes de emprender el camino de vuelta intenté hacerle una foto a una de las lagunas que hay a los pies del Mulhacén. Intenté que cupiera todo en el encuadre pero no hubo manera, comencé a subir por la ladera alejándome de la laguna para acaparar la escena y cuando creí que casi lo había logrado, disparé.

Mientras tanto, mi buen amigo Selu se afanaba en grabar un video que captara la agreste belleza de aquellos parajes. Y supe de su menester cuando dijo: “estoy grabando”, para que me callara.

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Miramos detenidamente el reloj y supimos que había llegado el momento de emprender el camino de vuelta, aún teníamos por delante muchas horas de marcha.

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Empleamos en salir de Siete Lagunas todo el tiempo que pudimos y más, como si nos apenara abandonar aquel lugar. Nos deleitamos una vez más con los educados arroyos de aguas bravas que nunca osaban salirse de su cauce y con esas orillas ribeteadas de fresca hierba donde brotaban gencianas y otras especies botánicas.

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En vez de seguir adelante para bajar por las Chorreras Negras nos desviamos a la izquierda para hacerlo por la loma, por donde las bestias. Y en la bajada pudimos disfrutar de una perspectiva distinta de aquel sitio tan peculiar. Atrás quedaron las hermosas caídas de agua.

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Ya en la bajada de la loma comenzamos a calentar los músculos que no habíamos usado en la eterna subida de por la mañana. Los pulgares presionaban dolorosamente la punta de las botas, la puñetera bajada no había hecho más que empezar.

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Esa mole de paredes inexpugnables quedó a nuestra derecha y ya no prestamos atención ni a la caída de agua, ni a la hierba fresca que ribeteaba las torrenteras, ni a nosotros mismos. Vadeamos el arroyo de ancho cauce por donde pudimos ya sin miramientos, cual cabra montés, de un salto, y seguimos adelante. Apretamos el paso hasta que llegamos a la pequeña laguna de las Campiñuelas y ahí… nos detuvimos a recobrar el aliento.

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Opté por guardar la cámara en la mochila, y nada más hacerlo caí en la cuenta de que delante de mí tenía una buena foto. Cogí mi teléfono con las dos manos, estiré los brazos y disparé. “Merecido descanso. Más de once horas de travesía”.

 

Y ya solo me queda publicar una tras otra algunas de las fotos de botánica que hice durante esta travesía ordenadas por la cota donde localicé las especies.

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6 respuestas a Siete Lagunas

  1. Selu dijo:

    Buena crónica de la jornada del domingo pasado, nos llenamos los ojos de bellos paisajes, singulares flores y los pulmones de aire fresco para una buena temporada,… hasta la próxima.

  2. Manuel dijo:

    Envidia de subida perfectamente narrado y aderezado con una completa colección de fotografías.
    Enhorabuena y un saludo.

  3. gori dijo:

    que report mas hermoso Carlos… cuanta flora y paisaje.

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