Cañada de las Animas

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Este pasado martes ha caído una impresionante nevada y ha teñido de blanco muchas sierras de aquí del sur. La ocasión la pintan calva para abrigarnos bien, colgarnos la mochila y echarnos al monte.

Y nos ha sobrado tiempo para quedar, los que siempre quedamos, en hacer senderismo en La Sierra de las Nieves. He pergeñado una ruta de unos 18 kilómetros y para adentrarnos en aquellos parajes nevados he decidido hacerlo por la Cañada de la Ánimas y…

Un momento, estoy pensando que le podría añadir cierta dosis de aventura novelesca a esta jornada de senderismo en la nieve. Voy a empezar a redactar el relato de nuevo, desde el principio, uhmmmm… ahí va

Parte I – Tras las huellas de…

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Miré el reloj y caí en la cuenta de que hacía cinco minutos que mantenía una agria conversación.

— Ya ha nevado y no sé a qué demonios están esperando, este es el momento de subir allí y conseguir las pruebas que demuestren que esa criatura existe. — Me dijo por teléfono con un enfado que no podía ocultar — Yo he cumplido con mi parte del trato, ahora… cumpla usted con la suya.

— No se preocupe, cumpliremos con lo pactado. De hecho estamos ultimando los preparativos de la expedición. — Le contesté intentando calmarle.

— Eso espero, si no… aténgase a las consecuencias — y sin ni siquiera despedirse cortó la llamada.

Cerré los ojos, apreté los dientes y maldije la hora en que decidí aceptar el encargo de aquel octogenario. Descendiente de las gentes que en el pasado explotaron los pozos de nieve mantenía que en aquella sierra habitaba El Quevarón, una extraña criatura que casi nadie habían conseguido ver.

De hecho él aseguraba haber tenido varios encuentros cuando era un zagal, pero nadie le creía. Y contactó conmigo para obtener pruebas que demostraran a la comunidad científica y a todos lo que se habían reído de él que aquella criatura… no era fruto de su imaginación.

Deslicé el dedo por la pantalla de mi teléfono hasta localizar el contacto, presioné y dio señal — Miguel… hola, acabo de colgar con Ezequiel, nuestro “amigo”, uhmmmm… nos ha dado un ultimátum, no nos queda otra que cumplir con este hombre.

— De acuerdo, llama tú a Juan y Selu que yo aviso a Pepe — me contestó añadiendo — El viernes por la noche concretamos la hora de salida, un abrazo.

Y ya no podíamos dar marcha atrás, nuestra aventura había comenzado. Si queríamos obtener huellas que demostraran la existencia de aquella criatura era el momento. Días atrás, una impresionante nevada había teñido de blanco aquellas apartadas sierras y en la nieve sería mucho más fácil identificar cualquier tipo de rastro.

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El día amaneció con cielos despejados y con un vientecillo que… ora soplaba ora no. Llevábamos casi una hora andando y hacía mucho frío en aquella ladera húmeda y sombría. Me descolgué la mochila y la apoyé en una piedra, abrí la cremallera y busqué mis polainas. Me las ajusté y seguí con la marcha.

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Miré a mi derecha y me llamaron la atención aquellos cortados cubiertos de nieve y pinsapos. En la crestería, entre los árboles, se filtraron los primeros rayos de sol que iluminaron aquellos parajes.

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Seguimos caminando casi en la penumbra y hacía tanto frío… que agradecimos ir bien abrigados. Algunos pinsapos escoltaban el sendero. Cruzamos un arroyuelo que discurría entre la nieve y un poco más adelante llegamos a la Cañada de las Ánimas.

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Antes de adentrarnos en la espesura del bosque llegamos a un colladito donde decidimos hacernos la primera foto de grupo. Y allí que monté la cámara en mi ligero trípode. Dispuse figurantes, pulsé el disparador y allí que corrí por la nieve hasta meterme en la imagen.

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Dejamos a un lado el jolgorio y la algarabía, y serios, muy serios… nos adentramos en el bosque. Teníamos muy claro lo que nos había traído allí, localizar indicios que demostraran la existencia del Quevarón.

Algunos majuelos de ramas cubiertas de hielo nos impedían el paso. Formaban una barrera infranqueable pero conseguimos localizar un pequeño paso. Nos agachamos para pasar bajo ellos y cuando salimos de aquella amalgama de nieve, ramas y carámbanos nos sorprendió la belleza de lo que teníamos ante nosotros.

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Seguimos caminando ladera arriba. En la espesura del bosque sólo se oía el crujir de la nieve bajo nuestras botas. Un sonido muy característico que no nos abandonaría en todo el día.

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En varias ocasiones hubimos de sortear troncos y ramas caídas cubiertas de nieve. El temporal de días atrás habría tenido tintes apocalípticos pues no pocas ramas de pinsapos, algunas de ellas gruesas, yacían en el suelo del bosque.

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Cuánto más arriba la capa de nieve era mucho más gruesa. En algunos lugares no atinábamos a localizar un sendero que nos ayudara a seguir adelante. Nieve, nieve y más nieve. Nos sorprendió que hubiera tanta, a pesar de eso no conseguimos localizar ninguna huella de lo que andábamos buscando.

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Apartamos una rama y ante nosotros se presentó una ladera cubierta de pinsapos, soleada. La tuvimos a nuestra izquierda durante un buen rato hasta que nos volvimos a adentrar en la espesura del bosque.

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En ese momento recordé que era el cumpleaños de mi sobrino Joaqui, volví sobre mis pasos, me aproximé al límite de bosque, saqué el teléfono de mi bolsillo e hice una foto. Un instante después la compartí dedicándosela en el Family´s Whatsapp y sé que le gustó. Me sequé las lágrimas de la emoción del momento, apreté el paso y alcancé a mis compañeros de expedición.

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Llegamos a un claro en lo más profundo del bosque donde moraban algunos pinsapos tan altos como catedrales. El sol intentaba colarse entre aquellas ramas cubiertas de nieve y me pareció el sitio ideal para hacernos otra foto de grupo, y así dispuse.

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Había tal cantidad de nieve que nos costaba diferenciar tronco, suelo, rama, piedra y arbusto. Mirabas arriba y las copas de los árboles estaban cubiertas de nieve. De vez en cuando caía con estrépito aquí y allá.

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Habíamos alcanzado la cota de 1.700 metros, nos quedaba poco para salir de aquel prístino bosque y decidimos saborear la belleza de aquel paraje, tanto es así que aflojamos la marcha. El sol se colaba entre las ramas de los pinsapos iluminando todos los rincones.

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Apartamos unas ramas y caímos en la cuenta de que estábamos en el límite de la floresta. Nos deslumbró el sol al reflejarse en la nieve. Salimos del bosque y seguimos adelante donde los pinsapos aparecían dispersos aquí y muy allá.

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Aquella ladera de suaves ondulaciones nos hizo suponer que debajo debían morar los piornos, escondidos, esperando la llegada de temperaturas más agradables. El viento peinaba la nieve y el hielo se adhería a las ramas de los pocos pinsapos que osaban habitar aquel paraje. Allí tampoco conseguimos localizar huellas.

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Un poco más arriba el pinsapo cedió definitivamente el lugar al quejigo de montaña. Hermosos, de troncos inabarcables y ramas desnudas cubiertas de carámbanos.

Pasamos junto a un pozo de nieve y seguimos adelante. Subimos un repecho y llegamos a la cresta de la montaña. Pasamos a la otra vertiente y giramos a la derecha. Nos molestaba la luz reflejada en la nieve.

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Los quejigos de montaña salpicaban aquellos parajes cubiertos de nieve. Subimos una pequeña loma y oteamos el Torrecilla y el Cerro de la Alcazaba, detrás de éste el Mediterráneo y la costa africana. A este lado del estrecho, Gibraltar y la Bahía de Algeciras, de aguas doradas.

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Era casi mediodía y nuestra expedición seguía sin dar resultados, no habíamos conseguido localizar ni una sola huella que demostrara la existencia del Quevarón. Había llegado la hora del almuerzo y optamos por buscar un sitio para dar buena cuenta de nuestras viandas.

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Enfilamos al Cerro de la Alcazaba y nos adentramos en un lugar donde nos llegó la nieve hasta la rodilla. Avanzamos torpemente y decidimos no seguir más allá. Sobre una piedra plana comimos como las grullas… de pie, soportando un viento frío de mil demonios que nos hizo tiritar a pesar de lo abrigado que íbamos.

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Tras la ingesta decidimos emprender el camino de vuelta. Y una vez más intentamos saborear la belleza de aquellos parajes y aflojamos el ritmo de la marcha. Nuestra expedición se fue estirando y encogiendo en aquel sendero trazado en la nieve.

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Me quedé el último entretenido fotografiando esto y aquello. Cuando volví a la realidad, mis compañeros de expedición me habían cogido una buena ventaja. Intenté apretar el paso pero avancé lentamente, había tanta nieve que no sabía ni dónde pisaba, de hecho en una ocasión la nieve me llegó casi a la cintura.

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Oí un ruido a mi espalda, me volví y comprobé que mi amigo Selu se había entretenido aún más que yo. Nos unimos al resto del grupo y optamos por emprender el camino de vuelta.

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Una vez en el Puerto de los Pilones decidimos seguir por la pista y no bajar por la Cañada del Cuerno. Y allí que fuimos bajando los cinco entre risas, chistes y ocurrencias.

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Pasamos junto a la piedra donde nos hicimos una foto de grupo el año pasado por estas mismas calendas y recordamos con nostalgia aquel momento.

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Unos metros más adelante vi nuestra sombra en la nieve, nos acercamos unos a otros sin que surgiera el cariño y disparé.

Caía la noche cuando llegamos abajo, oímos un ruido en la espesura, apartamos unas ramas y…

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11 respuestas a Cañada de las Animas

  1. Como siempre genial Carlos.Las fotos una pasada!Me muero de la envidia!!las fotos donde se ve el peñon…increibles!Lastima que no encontraseis al Quevaron jejeje

  2. Luis Tk dijo:

    Olé! Carlos! muy buenas fotos e historia. Impresionante nevada

  3. Carlos dijo:

    Genial Carlos, me gusta la caña de las Animas con nieve y sin nieve también, enhorabuena por tu relato y por tan espectaculares fotografias, lo mismo nos damos una vueltecita la semana que viene por allí. Saludos cordiales

  4. Gori. dijo:

    Espectacular!!!!

  5. qué pena que no encontrárais al Quevarón, preciosas imágenes, me encantó 🙂

  6. antonio dijo:

    carlos espectacular, que maravilla, gracias por compartirlo.

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