La Roca

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Pues no supe lo que era “guardar silencio” hasta el otro día, y me refiero a guardar silencio… pero de verdad. En la escuela nos mandaban callar y siempre se oía un susurro, un lapicero que se cae, una risa contenida…, y en el ejército… pues más o menos lo mismo, pero con el pelo corto.

Las instrucciones fueron escuetas, debíamos permanecer en completo silencio. Avancé encorvado por aquel túnel hasta llegar a la tronera que me habían asignado. Me descolgué la mochila y la dejé en suelo. Abrí la silla pegable, pleglable, uhmmmm… vaya, ple-ga-ble, ahora sí, y me senté.

Monté el trípode, le ajusté el “armamento” y me quedé quieto. Todos hicieron lo mismo.

Miré el reloj y calculé que quedarían unas dos horas hasta que apareciera el primero. Y la espera se hizo eterna, viendo pasar los minutos, casi contando los segundos. Todos en silencio y éramos treinta. No se oía nada, a excepción de un mochuelo en un acebuche cercano y de vez en cuando los borborigmos de algunos de nosotros. Te encorvadas hacia delante, mirabas por la tronera y comprobabas que aún no había llegado nadie. Te acomodabas de nuevo en la silla y te entretenías con las enormes hormigas que hacían equilibrios por la malla de sombreo.

El compañero de la derecha me golpeó con el codo y supe que había llegado el momento. Me incliné hacia delante, miré por la tronera y conseguí verla. Tímida, avanzando lentamente, le seguían otras tres más. Sabíamos que no podíamos disparar hasta que no se sintieran cómodas, confiadas.

Los colores pajizos del estío teñían la suave colina y el bosque aportaba las tonalidades verdes del fondo. Esto componía el decorado y los actores eran cuatro ciervas, recelosas que no acababan de confiarse lo suficiente, maldita sea. Había algo en el ambiente que no las convencía, de repente la que comandaba el grupo empinó las orejas. Ese simple gesto bastó para que todas huyeran despavoridas y se adentrasen de nuevo el bosque. Una cigüeña negra planeó por la dehesa.

No había sonado un solo disparo, caía la tarde y cada vez había menos luz. Seguimos guardando silencio con tanto ahínco que incluso, con la mente, alguien de nosotros debió de hacer callar al puñetero mochuelo. De buenas a primeras entró un gamo que vestía sus mejores galas, apuesto como él solo, le siguió un grupito de saltarinas y alegres hembras y… disfrutamos de la ronca.

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Y ahora que caminamos por Main Street en Gibraltar caigo en la cuenta del contraste entre el silencio sepulcral de ayer y el bullicio de hoy. Atrás ha quedado la aduana y sus controles digitales. Hemos cruzado rápido la pista de aterrizaje en la línea de la concesión.

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Nos han encomendado una “misión” pero por favor… no se lo digáis a nadie, vamos a rodear El Peñón de Gibraltar. Y lo vamos a hacer de la mano del Club Montañero Sierra del Pinar. Casi en fila india hemos recorrido la calle principal y nadie ha caído en la tentación de entrar en las tiendas que nos hemos ido encontrando, ni tan siquiera a preguntar un price. Dejamos atrás el cementerio de Trafalgar y seguimos subiendo por la empinada street.

Maldita sea, ni 20 minutos en la roca y ya hablo spanglish, ¿será contagioso?. Diablos, de un momento a otro ya estaré diciendo:”cierra el window que entra el cool”.

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En las escalinatas de The Alameda Gibraltar Botanic Gardens nos hemos hecho una foto de grupo, y hemos cabido todos, cincuenta y seis.

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Seguimos hacia el extremo sur de la roca cruzando este parque donde existen varios dragos de enormes dimensiones además de otras especies muy interesantes. Tomo nota con la intención de visitarlo tranquilamente en otra ocasión. En un pequeño estanque rodeado de una vegetación exuberante detecto una discreta red japonesa y unos metros más adelante observo a un ornitólogo anillando un paseriforme.

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Salimos del parque y seguimos por la empinada calle, subiendo y subiendo. Pronto la calle ha dejado de serlo para convertirse en carretera. A la derecha la delimita un ridículo quitamiedos de mampostería, nos detenemos para reagruparnos. Me llaman la atención algunas señales de tráfico.

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Pasamos por una verja que en su parte superior indica:”Nature Reserve”. Un poco más adelante, casi sin darnos cuenta hemos llegado al mirador Jews´Gate. Desde aquí las vistas son impresionantes. La silueta de la costa africana y a nuestros pies la concurrida Bahía de Algeciras.

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Numerosos barcos salpican sus aguas, y los hay de todos los tamaños, tallas y modelos. Desde románticos veleros hasta enormes gasolineras flotantes. La mar está calma. Una quietud solo rota por la estela de 3 pequeños y ruidosos barcos de pesca.

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Dejamos atrás el monumento y seguimos unos carteles que indican Mediterranean Steps. Es un sendero que bordea la parte más meridional del peñón, en un principio escoltado a ambos lados por arbustos, principalmente lentiscos y acebuches achaparrados, que nos llegan al pecho. Hace calor.

Al llegar a los primeros escalones comprobamos que nos toca bajar y lo hacemos con sumo cuidado, muchos están pulidos del continuo paso de pedestrians. Nos sorprende la verticalidad de los acantilados a nuestra derecha.

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De buenas a primeras ha desaparecido esa gruesa soga negra que tanta confianza nos ha dado. El sendero serpentea manteniendo una misma cota. Una pequeña piedra acaba de caer delante de mí, ¡Oh my God!.  Levanto la mirada siguiendo la pared del impresionante cortado calizo. En sus fisuras y grietas moran interesantes especies botánicas. Me llaman la atención los numerosos palmitos, deben ser unos de los más meridionales del continente.

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Miro al sur, la espesa bruma oculta el horizonte. Atino a ver la inconfundible silueta de Ceuta y del Jebel Musa. Muchos barcos permanecen anclados en aquellas aguas internacionales. Son embarcaciones ciclópeas pero a nosotros nos parecen pequeñas, tal es la altura a la que estamos.

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Viramos a norte y nos encontramos con más escaleras, en esta ocasión salpicada de pequeñas piedras, traicioneras como ellas solas, que nos hacen poner especial cuidado. A un lado la enorme mole caliza del peñón y al otro unos acantilados que cortan la respiración con solo mirarlos. Agradecemos que alguien haya colocado esa gruesa soga negra que nos ayuda a tomar impulso y nos da cierta confianza.

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Somos los primeros del grupo en llegar a la cueva, situada en un balcón que domina el estrecho. He accedido al interior y caminado hasta llegar a un recodo oscuro. No sé si la prolongación de esta cavidad sigue más allá pero es que no se ve nada. Compruebo que las pintadas en las paredes de la cueva están en inglés.

Me dispongo a salir de la cueva cuando comienzan a llegar los compañeros. Me resulta atractivo ese contraluz mientras se recrean inspeccionando la cavidad y les disparo.

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El grupo se ha fragmentado y cada uno sube a su ritmo. Atravesamos la montaña por un estrecho túnel y llegamos a una escalera de mampostería que zigzaguea por el cortado calizo. Detrás el mar y enfrente mucha piedra. Miro arriba y me sorprende ver cómo la escalera sube, sube y sube.

Una vez arriba me detengo, miro hacia abajo y me sorprende lo sinuoso de la escalera que nos ha traído hasta aquí. Coincidimos con unos pedestrians que pretenden bajar por ella y al ver el panorama cambian de opinión y optan por dar la vuelta.

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A nosotros solo nos queda bajar por la otra vertiente. Son las 3 de la tarde y todavía no hemos almorzado. Cuando decidimos hacerlo caemos en la cuenta que no es el lugar más adecuado. Alguien está muy pendiente de todos nuestros movimientos. Monos de Berbería.

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Perfectamente jerarquizados no pierden detalle de cuanto hacemos. Uno de los compañeros ha osado descorrer la cremallera de la mochila para sacar algo de fruta… y en un abrir y cerrar de ojos el postre se ha borrado de su “menú de mochila”. En ese momento y a la vista de aquel hurto exprés nadie de nosotros ni siquiera se plantea descolgarse la mochila.

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Y llega el momento de bajar por unas infinitas escaleeeeeras adosadas a un muro de piedra. Entonces noto que la cosa se complica. Peldaños de escasos 80 centímetros donde están sentados unos “simpáticos” primates. La escalera posee una barandilla metálica rematada por un insalubre pasamanos de madera de suave tacto. Pero no te queda otra que agarrarlo con fuerza si no quieres precipitarte al vacío.

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Llegas a la altura del macaco de turno que está apostado en el escalón y notas que te mira con ojos tiernos, como de no haber roto un plato. NADA más lejos de la realidad. Con la mirada te chequea de arriba abajo. No encuentra en ti nada que le interese y te descarta para analizar al compañero que te sigue, en ese momento sabes que puedes seguir adelante sin problemas, hasta el próximo “control”, claro.

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Y así hemos ido bajando por las escaleras, salvando controles. Y los macacos… pues los hay de todos los tamaños: adultos, adolescentes, seniles y hasta de pañales.

Por un momento me apoyo en el muro de piedra y siento como que alguien me observa. Levanto la cabeza y ahí está, a dos palmos de mí, un imponente macho que puede ser mil veces más fuerte que yo. Nos miramos a los ojos y… su astuta mirada me hace sentir escalofrío. Por un instante incluso temo que me puede empujar y hacerme caer. Me agarro con mucha más fuerza al intocable barandal.

En ese momento observo la ingente cantidad de cicatrices que salpican su cara. Es un ejemplar enorme y en su semblante están plasmadas muchísimas escaramuzas. Su nariz desgarrada lo dota de un aspecto mucho más siniestro y amenazador. Respiro tranquilo cuando dejo de llamarle la atención y dirige su mirada al compañero que me sigue.

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A poco de terminar la escalera hay una solitaria hembra que presenta el brazo algo más largo de lo normal, adoptando una postura extraña, como si tuviese la mano partida. Ni siquiera me presta atención y es que… algo le interesa mucho más.

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De un salto se ha subido al muro, ha trotado por encima de este y ha vuelto a dar otro brinco para subirse en la espalda de Antonio que ha osado abrir la mochila. En milésimas de segundo le ha quitado la bolsa del pan y todo ha ocurrido tan rápido que a mí, que estaba justo detrás, no me ha dado tiempo ni de pestañear.

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Y he almorzado sentado en un pequeño pretil, a la sombra de los árboles, mirando nervioso a uno y otro lado, agarrando con fuerza el bocadillo, no fuera que llegase alguien mil veces más fuerte que yo… y me lo quitara.

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