Albarracín

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Si pretendiera escribir un relato de aventuras esta crónica bien podría titularse “el secreto de la gruta humeante” y es que… bueno, vayamos por partes.

Y allí que dejamos el coche donde muchos lo dejan, caminamos cerca de la carretera por la que todos transitan y nos adentramos en el bosque por donde pocos lo hacen. Comenzamos la subida bajo los árboles, caminamos en la penumbra. Aunque nos movemos en silencio alguien ya sabe que estamos aquí, el ronco ladrido de un enorme perro que guarda una cabreriza delata nuestra presencia. El mirlo huye despavorido en la floresta.

Seguimos en silencio, continuamos subiendo, más y más. A nuestra espalda quedan las más altas estribaciones de la sierra, hoy… no son nuestro objetivo.

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Muchas veces he subido a donde vamos y cada ocasión ha sido diferente. Pepe abre camino siguiendo a rajatabla lo que le marca la raya magenta de su dispositivo señalador, yo le sigo sin rechistar y Miguel… también.

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Se abre el bosque, a nuestra izquierda están las ruinas de la que fuera una gloriosa cortijada, traicionera para quien pretenda conocer sus adentros, amenazadoras tejas a punto de caer, paredes esperando desmoronarse y muros garabateados de gruesas grietas, heridos de muerte, te avisan de que no es de prudentes averiguar qué secretos esconde este lugar.

Dos enormes eucaliptos de ralo follaje hacen las veces de centinela y allí que pace un grupito de vacas con sus tiernos terneros saltarines. El sol se filtra entre las ramas, me gusta lo que veo y disparo. Clic.

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Hemos alcanzado la primera cota del día, una colinita sin más. Casi desnuda y adornada por estratos pétreos alineados en paralelo. Debo reconocer que ahora mismo no sé a que altura estamos, es más… no recuerdo ni la del pico que pretendemos coronar: Albarracín. Y no me importa.

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Lo único que sé es que está allí muy arriba. Un espeso bosque se desparrama por su ladera mientras que la cumbre aparece desnuda ornada de piedras cual corona. Para alcanzar su cima primero debemos bajar de esta colina, cruzar un pequeño llano y acometer el asalto final a la cumbre por una ladera que suponemos empinada. Los buitres nos sobrevuelan.

Antes de iniciar la subida queremos conocer otro interesante lugar, para llegar a él nos hemos plantado a los pies del Albarracín y giramos a la derecha, seguimos un sendero que mantiene una misma cota por la falda de la montaña.

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A la diestra las vistas son impresionantes, el paisaje que nos acompaña es grandioso. A la siniestra… nos sobrecoge la espesura del bosque.

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Un poco más adelante llegamos a una pequeña terraza donde existe lo que casi nos atrevemos a catalogar como charca. Circular, con algo de agua, sin vegetación y casi colmatada de un barro blanquecino, pegajoso y adornado de huellas. Lo que viene siendo una charca, no sé si natural o contrahecha.

Intento captar con mi cámara la charca con la Sierra del Pinar detrás, todo es tan grandioso que no cabe en la imagen, subo de espaldas por la ladera para coger algo de altura, vuelvo a mirar por el visor y compruebo que lo que veo es lo ando buscando, disparo.

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Un escuálido sendero se adentra en lo más profundo del bosque, y tan escondido está todo aquello que casi no llega la luz, nos envuelve la penumbra. El madroño es el dueño y señor de estos parajes, algunos son enormes y a sus pies, cual vasallos, moran lentiscos tan escuálidos que parecen no serlo.

Seguimos adentrándonos en la espesura, caminamos en silencio. A la siniestra localizamos unas piedras, nos aproximamos a ellas y comprobamos que es la entrada a una gruta. Al asomarnos nos sacude una bocanada de aire caliente y espeso, como si hubiéramos abierto un saco de turba. Una gruta humeante, pensamos. Esta cavidad no se presta a ser visitada, no es más que una grieta que nos resulta terriblemente amenazadora.

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Hemos dejado atrás la protección del bosque y avanzamos por un cortafuegos. Lo han repasado recientemente, tanto como que las plantas chaspadas siguen estando verdes.

Vamos arriba y abajo y nos conseguimos localizar lo que andamos buscando, se trata de una cueva que por lo que sé si se presta a ser visitada. Ladera arriba ladera abajo y no damos con ella, maldita sea. A punto estamos de abandonar la búsqueda cuando me han llamado la atención unas piedras.

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Ahí está, la cavidad posee una antesala a la que se accede cómodamente, hasta aquí no deja de ser un mero abrigo. La cavidad se prolonga a la izquierda y por allí que comenzamos a bajar, uno tras otro. A cada paso que damos va dejando de ser abrigo para convertirse en cueva.

Nos quedamos los tres en una pequeña sala, quietos, ponemos especial cuidado en no golpearnos la cabeza. Nos agachamos y observamos que la cavidad se prolonga mucho más allá. Tan allá como que la oscuridad lo inunda todo, en ese momento se disipan como por arte de birli birloque esas ansias exploratorias que teníamos hace un instante y optamos por salir al exterior.

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Porque… que vamos a hacer allí nosotros, sin linterna, sin cuerdas, sin casco, sin arnés, sin ganas…

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Debemos emprender la marcha y alcanzar el objetivo que nos hemos propuesto, este no es otro que tocar la cumbre del Albarracín. Hemos de deshacer lo andado, una vez más nos adentramos en la espesura del bosque, ahora caminamos muy rápido, se nos echa la hora encima, pasamos junto a la gruta humeante y no le hacemos ni caso, dejamos a un lado la charca de blanquecino barro y ni la miramos. Y tan rápido vamos que a punto hemos estado de dejar atrás el sitio por donde debemos comenzar a subir.

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La subida es tediosa, la ladera es empinada como pocas, el sendero es tan resbaladizo que lo evitan incluso las cabras y allí que vamos. A cada paso que doy más me convenzo de que por aquí no podemos bajar. La subidita nos hace perder el resuello y nos detenemos en varias ocasiones para recobrar el aliento.

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Desde un collado previo a la cima la subida ya es coser y cantar. Dos pasos más y estamos arriba. Alcanzamos la cumbre subiendo por las piedras que la coronan y lo que sí agradecemos es que el suelo no esté mojado.

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Una vez arriba comprobamos que las vistas son impresionantes y que se otea hasta lo “traspuesto”.

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Ha llegado la hora de hacer la foto de grupo, despliego mi pequeño trípode y al intentar situarlo caigo en la cuenta de que no hay sitio donde posarlo. Mi idea es que la Sierra del Pinar haga las veces de decorado pero no hay manera, así que opto por fotografiarnos nosotros tres sin que haya nada detrás. Clic. Para el recuerdo.

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Ha llegado el momento de volver al Llano de los Fósiles, ahí es donde pretendemos almorzar. Miguel comenta de subir a Cerro Ponce que está muy cerquita en la misma cresta, cualquier motivo es bueno para no bajar por donde hemos subido.

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Antes de pasar una angarilla para acometer el asalto a esta nueva cumbre nos detenemos a hacer cuentas, entonces comprobamos que entre subir y bajar perderíamos mucho tiempo, lo cierto es que no sabemos ni lo que nos queda para salir de aquí. Optamos por dejar este pico para otro día e iniciamos la bajada del Albarracín.

Almorzamos sobre unas piedras al solecito cual lagartijas, donde habíamos planeado, con la sensación del deber cumplido. Entre dimes y diretes, risas y chistes damos buena cuenta del menú de mochila, mejor dicho del de Pepe, y es que ha sacado una “carne mechá” tan exquisita que cuando escribo esta crónica aún sigo relamiéndome. Y debo confesar que la “carne mechá” jamás fue plato de mi gusto.

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Ha llegado la hora de entonar el “pobredemí” y abandonar estos parajes. Y en esto llevamos casi tres horas de continuas bajadas y subidas e incluso nos hemos caído, yo por lo menos una vez.

Al pasar junto al cauce he recordado aquella ocasión que…

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4 respuestas a Albarracín

  1. Hola Carlos. Magnífica exposición. Felicidades.

  2. retamalys dijo:

    Una vez más,me ha encantado. Aunque siempre comienza sus crónicas con acurativa seriedad, también aquí y allá hay lugar para una chanza. siempre encuentra la manera de hacerme sonreír. Como eso de no tener cuerdas ni arnés…. ni ganas ningunas¡ Estoy segura que la carne mecha de Pepe estaba del 10. Y lo bien que sabe todo en el campo¡¡ Enhora buena. Siguen caminando y contando.

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