Otoño en Grazalema

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Nada más y nada menos que 4 días por delante, comencé este Puente de la Inmaculada con el firme propósito de no hacer nada. Incluso pensé en disfrazarme de cigarra emulando a esa famosa fábula de Esopo. Pero no sólo lo pensé sino que además lo dejé por escrito, concretamente en Facebook, y como no tenía el dibujito de una cigarra pues subí el de un Grillo de matorral, y además lo acompañé de uno de esos comentarios a modo de “gracieta”.

Nada más lejos de la realidad.

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Y esas ganas incontenibles de echarme la mochila a la espalda surgieron de improviso,…arrodillado con la cara “recalentá” alimentando a la insaciable chimenea con esa madera vana de a 6 euritos el saco. Me puse de pie y comprobé si me había traído todo el equipo: botas, pantalón de montaña, ropa de abrigo, cámara de fotos, bastón,…

Caía la noche, afuera hacía un frío de mil demonios y yo,…sentado junto a la chimenea,…con la mirada entretenida con las piruetas de la llama fui pergeñando el plan para el día siguiente. Pronto me planteé dos salidas al campo,…una muy temprano y otra a media mañana,…una sólo y otra acompañado,…una empinada y otra no tanto.

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Día I – Peñón Grande

Muy de mañana ya estaba subiendo por la Cañada de Mahón, bien abrigado pero sin guantes, sosteniendo la cámara en una mano y el bastón en la otra. A mi derecha las primeras luces del día iluminaban la parte más alta del Peñón Grande. Me sobresaltó el ruido de una piedra que cayó desde arriba y se partió en varios pedazos al chocar contra el suelo.

Poco antes de llegar al Puerto del Endrinal me entretuve con el dispar colorido de las cornicabras que decoraban la pared del Peñón Grande, unas de ellas tan roja que parecía estar encendida.

Llegué al Puerto y oí voces en el Llano del Endrinal, pero no conseguí ver a nadie. Allí abajo el suelo estaba completamente blanco, una capa de escarcha lo cubría todo. Enfrente, Simancón y Reloj, los picos más altos de toda esta sierra vigilaban sus dominios.

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Pero yo no quería subir allí, disponía de poco tiempo, de hecho debía volver al pueblo para desayunar. Giré a la derecha, hacia el Peñón Grande, con la intención de subir a una solitaria meseta que existe en su base.

Acometí la subida por un lugar empinado, un tanto arriesgado y que era más fácil de subir que bajar, afortunadamente no estaba mojado. Llegué arriba y me encontré con un rebaño de ovejas que pastaba en aquellas alturas. Comencé a silbar lo primero que se me vino a la cabeza, las ovejas levantaron la cabeza y se fueron moviendo tranquilamente, huyendo de mi presencia,… y es que estas ovejas son más ariscas que la propia cabra montés que habita estos parajes.

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Pequeños bosquetes de pino decoraban aquella subida, en un claro del sotobosque encontré un murete de piedra dispuesto a modo de chozo rodeado de sedientos matagallos.

Llegué a la meseta, lugar casi desarbolado donde sobrevivían algunos majoletos, una encina y media y un pino aquí y otro allí. Localicé un redil de piedras perfectamente apiladas con la puerta orientada a sur y que aprovechaba las formaciones rocosas del entorno. El suelo aparecía cubierto de cristales de hielo.

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Seguí hacia delante y me asomé a un impresionante cortado en la umbría del Peñón Grande. Una maltrecha angarilla me brindaba la posibilidad de bajar por aquella ladera, de todos modos opté por volver por donde había venido. Pasé junto a un majoleto cubierto de marojo de gelatinosas bayas rojas,…muy rojas, como todo buen fruto de invierno que se precie.

Quería visitar la cueva y ver si el sol ya estaba en su posición óptima. Había llegado el momento de volver al pueblo, dejé atrás el rebaño de ovejas y comencé a bajar por aquel lugar de obligatorio paso tranquilo. Lo dejé atrás y me acerqué a la cueva.

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Ya dentro de ella miré hacía arriba y vi la luz al final de aquella especie de chimenea, ennegrecida. Me giré y caí en la cuenta de que era el momento. Dejé la mochila sobre la hojarasca, casi pegué la espalda a la pared de la cueva, así la cámara con fuerza e intenté captar cómo los rayos de sol se filtraban entre la hiedra que colgaba en la puerta de la cueva.

Allí estuve jugando con los rayos de sol, el ISO, la hiedra, la luminosidad, la profundidad de campo,…su puñetera madre,…y pulsé el disparador hasta 33 veces.

Y bajaba por la Cañada de Mahón con la sensación de que había estado buscando cosas para montar el portal de Belén. Ya tenía el chozo, la piara de borregos y la cueva,…sobre todo la cueva, y además con su estrella.

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Día I – Cerro Coros

Mi hija siempre me acompañó en muchas de mis salidas al campo. Antes, cuando era pequeñita, no protestaba, la cogías de la mano y todo le parecía bien. Bueno…, eran otros tiempos, ahora la cosa es bien distinta, tienes que plantear toda una estrategia y un protocolo de actuación. Y lo he conseguido, he vuelto a convencerla para que me acompañe en un sendero breve, ameno y sin subidas significativas: Cerro Coros.

Desde el Puerto de las Palomas tomamos el sendero que recorría estos transitados parajes y fuimos deleitándonos con la belleza de paisaje. Llegamos a la cima y nos hicimos la foto de rigor. Objetivo cumplido.

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Día II – Llanos del Zurraque

Continúo persiguiendo los colores del otoño. En esta ocasión se me ha metido entre ceja y ceja visitar los Llanos del Zurraque. En este lugar existen unos…, uhmmmm,…bueno,…vamos primero al relato.

Hacía un frío de mil demonios cuando llegamos a Campobuche. Sobre el hito de madera que señalaba Montejaque un orondo zorzal de pecho punteado nos dio la bienvenida. Del río sólo quedaba su cauce,…pedregoso, seco y polvoriento. La escarcha de la noche, muy blanca y muy fría, se mantenía en la sombra de los enormes piruétanos.

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Seguimos hacia delante y dejamos el coche al pie de Los Lajares. Tomamos el polvoriento sendero, pasamos la primera angarilla y entramos en Málaga. Seguimos adelante y pasamos junto a las vacas palurdas que pastaban, y nunca mejor dicho porque…, pastaban eso,…pasto. Un prado de tierra cuarteada que no se acordaba ni cómo era el color verde.

Nos asomamos al Pozo de los Álamos y vimos que las plantas que poblaban su brocal estaban completamente secas. A su lado ese pilón resquebrajado donde moraba una tagarnina desde hacía muchos años y ese comedero adornado por una reja maciza. Muy cerca, un bebedero metálico, muy moderno, con una capa de hielo de medio centímetro cuya agua parecía estar acristalada.

Antes de llegar al infranqueable farallón calizo de Los Frailecillos pasamos la alambrada por un saltadero, cómodo y sencillo. Seguimos subiendo y pasamos otra angarilla, robusta y hecha a conciencia, que nos dudamos en dejarla tal y como nos las habíamos encontrado, cerrada.

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Un pequeño repecho más y llegamos al Hoyo de la Matanza, bello, oculto, tranquilo,…enigmático. Con esa pared cortada a cuchillo, limpia, cuarteada y adornada en su base por un muro de piedra a modo de redil. Y esa longeva encina, de copa redondeada que ni el mejor de los jardineros,…única.

Pero no quisimos bajar allí, queríamos seguir adelante, otro repecho más, muy suave y oteamos lo que veníamos buscando: Los Llanos del Zurraque.

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Un paisaje hermoso donde los haya, rodeado de abruptas montañas de poca altura, algunas de ellas pobladas de espesos bosques. Una vasta planicie  salpicada de encinas y quejigos. Y nos dimos cuenta de que habíamos llegado en el momento ideal. Los centenarios quejigos vestían sus mejores galas otoñales con unas hojas doradas de una plasticidad increíble.

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Nos aproximamos al más vetusto del lugar, solitario, de tronco inabarcable y hojas caducas y doradas. Me descolgué la mochila y monté el trípode, le ajusté la cámara e hice algunas fotos.

Intenté fotografiarlo desde todos los ángulos. Allí nos entretuvimos un buen rato, de hecho era lo que habíamos venido a hacer. No era ni mediodía y parecía que estaba cayendo la tarde, buena luz.

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Cruzamos los Llanos hasta llegar al quejigo más distante deleitándonos con la soledad de aquellos parajes. Una vez allí iniciamos el camino de vuelta. Fotografié todos los ejemplares que se me pusieron a tiro, más jóvenes que el primero pero no por ello menos hermosos.

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Me llamó la atención uno muy longevo, de grueso tronco, maltrecho y malherido. Sus brazos yacían rotos en el suelo desde hacía muchísimo tiempo. Su follaje se limitaba a algunas raquíticas ramas ya totalmente deshojadas.

Seguí caminando junto a aquellos vetustos quejigos. Una racha de viento cruzó los Llanos, acarició unos de los quejigos y muchas de sus hojas cayeron al suelo. Una efímera “lluvia” dorada que no pude fotografiar, y es que sucedió tan rápido que no fui capaz ni de encararme la cámara.

Esperé que volviera a suceder, pero ya no sopló más el viento. Caí en la cuenta de que me había quedado quieto a la sombra de un enorme quejigo. Mire hacia arriba por encima de mis gafas sin mover la cabeza, los rayos de sol se filtraron entre las hojas doradas.

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Fui andando como los banderilleros, lentamente hacía atrás sin perder de vista al “morlaco”. Me fui apartando del árbol y el sol quedó oculto por las ramas más altas. El quejigo parecía estar ardiendo, me gustó ese conjunto de matices,…el verde del bosque de atrás,…el azul del cielo y los tintes áureos de las hojas. Además se proyectaba la sombra sobre la hojarasca añadiendo muchas más tonalidades. Miré por el visor de mi cámara y me gustó lo que vi. Cerré el diafragma y disparé cuatro veces desde distintas alturas jugando un poco con la composición.

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Abandonamos Los llanos del Zurraque por el mismo lugar que habíamos accedido, dejamos atrás el Hoyo de la Matanza y pasamos dos angarillas más.

Ya en los Llanos del Apeo, nos llamó la atención el cauce del arroyo de los Álamos que asemejaba una profunda herida seca en aquel prado adornado de aulagas.

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Espero que te haya gustado.

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4 respuestas a Otoño en Grazalema

  1. Carlos dijo:

    ¡Oye! pues para pensar no hacer nada en el puente de la Inmaculada, no está mal. Saludos cordiales y Feliz Navidad.

  2. Hermoso cuento de navidad serrano. Felicidades Carlos.

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