la Fortaleza Perdida

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La lluvia no cesó en toda la noche y se nota. Ese olor a mojado… ese suelo húmedo… esos líquenes brillantes que tapizan piedras y troncos… esas orondas gotas de agua que caen aquí y allí. La estrepitosa alarma del mirlo asustado que vuela entre los majoletos…

Yo, en lo más profundo del bosque… relajado.

Me adentré temprano en la floresta con mis polainas, mi chubasquero, mis rodilleras, mi cámara en ristre y mis ganas, sobre todo eso… mis muchas ganas de fotografiar la naturaleza de aquel lugar.

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Y nada, aquí estoy… de rodillas en un claro del bosque, inclinado hacia delante con el codo izquierdo clavado en la hojarasca a modo de trípode. Intentando captar la esencia de una minúscula flor que es la única orquídea que florece por estas calendas, Spiranthes spiralis.

De nuevo llovizna. Cautivado por la belleza de lo que veo por el visor de mi cámara, se me viene a la mente el lugar que visité ayer.

Y todo comenzó hace unos días cuando brujuleando por interné, ayudado de uno de esos visores satélite tan útiles, localicé un paraje que me llamó la atención.

Se trataba de una formación pétrea casi circular, hueca en su interior, poblada de un denso bosque y con un hipotético y único lugar de acceso por el Este. En la imagen del satélite parecía una fortaleza, y así fue como bauticé aquel lugar: La Fortaleza Perdida.

Ese lugar me llamó tanto la atención… que me propuse llegar hasta él y explorarlo. Cuatro llamadas y siete mensajes bastaron para organizar una “expedición”. Conseguimos reunir un grupo de intrépidos aventureros dispuestos a localizar esa formación pétrea en medio de la nada.

Desafiando una alerta amarilla por precipitaciones decidimos acometer el “asalto” a aquella fortaleza. Pero para ello teníamos un problema y es que… en primer lugar tendríamos que encontrarla.

Y esto que narro es lo que aconteció en el día de autos:

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Vadeamos el cauce seco del Arroyo de los Álamos, subimos en fila india por una ladera poblada de enormes encinas, sorteamos dos angarillas y llegamos al Hoyo de la Matanza.

En aquel pintoresco lugar, que parecía haber sido diseñado por el mejor de los decoradores, nos detuvimos. Unos sentados sobre las húmedas piedras, otros bajo la vetusta encina y algunos explorando el redil… recobramos el aliento.

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Tras el breve receso reanudamos la marcha por un sendero manchado de tonos ocres y escoltado por piedras de no más de medio metro de altura. A nuestra derecha quedó la desnuda ladera de los Lajares y enfrente… un lugar hermoso como pocos: Los Llanos del Zurraque.

Ahí sobrevivían vetustas encinas acompañadas de quejigos desmembrados. Este paraje, por estas calendas, aún no lucía en su máximo esplendor. Un poco más avanzado el otoño las hojas de los quejigos se teñirían de tonos amarillos y anaranjados vistiendo sus mejores galas.

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Al otro lado del llano oteamos unas formaciones rocosas que surgían de entre los árboles. Supuse que lo que andábamos buscando debía estar por allí. Decidimos cruzar el llano y adentrarnos en los bosques que había al otro lado. Miramos a la derecha y vimos la casa del cortijo, blanco, situado en el otro extremo.

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Pasamos junto a ese quejigo tan fotogénico de tronco inabarcable que ya visité el otoño pasado. Y cual fue mi sorpresa que una de sus enormes ramas se había desgajado y yacía en el suelo, inerte.

Seguimos adelante y fuimos bordeando el llano intentando localizar un sendero que nos adentrara en aquellos frondosos bosques de donde emergían las numerosas formaciones pétreas. Cerca del cortijo nos topamos con un sendero que nos pareció el más idóneo, y lo tomamos.

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Fuimos caminando en fila india bajo la floresta. Entre las ramas de los árboles vislumbramos enfrente una ladera empinada como pocas, casi desnuda, adornada cerca de la cima con varios abrigos excavados en la piedra por las fuerzas de la naturaleza. Aquel lugar recibía el nombre de Los Frailecillos.

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Llegamos a sus pies y giramos a la derecha siguiendo una pared de piedras apiladas. Unos metros más adelante encontramos otro llano entre las montañas, en este caso se trataba de El Burfo. Parecido a los del Zurraque pero domesticado por una alambrada que casi recorría todo su perímetro.

Me llamaron la atención unas formaciones pétreas al otro lado del Burfo. Estas surgían de la espesura del bosque y bien podría tratarse del lugar que andábamos buscando.

Seguimos adelante siguiendo la alambrada hasta que encontramos una angarilla abierta y por allí nos adentramos en el bosque. Según había visto en la imagen del satélite tenía una idea aproximada del camino a seguir. Subimos por una ladera sin senderos trazados y a nuestra derecha fue quedando una formación rocosa.

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Antes de culminar la subida busqué un pasadizo entre aquella amalgama de piedras calizas. Todos mis intentos terminaron en encajonados pasillos que no llevaban a ninguna parte. Ante mí, paredes inexpugnables que me obligaban a volver sobre mis pasos. Y así estuve un buen rato hasta que oí la voz de Selu. Un poco más arriba, en el collado, había localizado un lugar que bien podría ser la puerta de entrada a La Fortaleza Perdida.

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Salí de aquel laberinto pétreo y me dirigí hacia el lugar de donde provenían las voces. Cuando llegué algunos de mis compañeros ya habían sorteado la angarilla que cerraba el pequeño paso. Y sí, efectivamente aquél era el lugar de acceso a aquella formación rocosa que había visto en la imagen del satélite.

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Me lo confirmó la existencia de dos picos se similar altura que flanqueaban la fortaleza, uno al norte y otro al sur. Seguí al resto de la comitiva y sorteé la angarilla. Una vez dentro nos movimos entre encinas de troncos delgados cubiertos de líquenes que formaban un sotobosque casi impenetrable. Llegamos a un pequeño claro y ahí montamos nuestro particular “campamento”.

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Algunos nos dispusimos a explorar aquel lugar y seguimos adelante. Llegamos a otro claro en el bosque y localizamos lo que parecía ser un sumidero totalmente colmatado de piedras. Lo dejamos atrás y nos dispusimos a visitar los “lienzos de muralla” de la fortaleza. Trepamos por las piedras cubiertas de líquenes y accedimos a un lugar que hacía las veces de almena.

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Desde aquella atalaya, pisando un suelo de piedras afiladas como cuchillos oteamos los Lajares, los Llanos del Zurraque, La Sierra de Líbar y Mojón Alto y la Sierra de Juan Diego. Me giré hacia el interior de la “fortaleza”, escudriñé los “lienzos de muralla” y no conseguí localizar ningún sitio parecido a éste, otro oteadero que nos ofreciera diferentes vistas.

Nos bajamos de aquella “almena” y me aventuré un poco más allá, entre las piedras pisando un suelo que sonaba a hueco y que me dio la impresión de que se podía hundir en cualquier momento. Decidí no seguir adelante y volví con el resto del grupo que descansaba plácidamente en el “campamento”.

Allí, en aquel claro en medio de aquella inexpugnable fortaleza… unos sentados en el suelo, otros sobre las piedras, unos a la sombra y otros al sol… dimos buena cuenta de nuestro exclusivo menú de mochila. Tras la ingesta todo quedó recogidito y retomamos la marcha.

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Decidimos volver a los Llanos del Zurraque por un sitio diferente, sin pasar por el Llano del Burfo. Salimos de la fortaleza y cerramos la angarilla. Allí quedó aquel paraje tal y como nos lo habíamos encontrado… oculto, enigmático. Uhmmmm…lo cierto es que me quedé con ganas de explorarlo más a fondo.

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Bajamos del collado por la otra vertiente y nos llamó la atención la belleza del paisaje que teníamos ante nosotros. Formaciones atractivas como pocas donde las encinas se adherían a los cortados desafiando la fuerza de la gravedad. Mirabas a lo lejos y caías en lo agreste de aquellos apartados parajes. Extensos bosques de encinas teñidos de esa tonalidad verde grisácea que las caracterizaba.

Dejamos a un lado nuestro embelesamiento con el paisaje y volvimos la mirada a la cruda realidad. Estábamos en medio de la nada, rodeados de un bosque exuberante y la palabra “sendero” nunca se había oído en aquellos lugares.

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Fuimos rodeando la “fortaleza” y entonces caímos en lo inexpugnable de sus cortados. No localizamos ni un solo punto desde el que se pudiera acceder a su interior.

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Llegamos a un collado y oteamos los Llanos del Zurraque en la lejanía. Barajamos todas las opciones disponibles para llegar hasta allí y decidimos adentrarnos en el bosque manteniendo una misma cota. Algunos kilómetros más allá, cuando creíamos habernos perdido, nos topamos con el sendero que habíamos seguido por la mañana.

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A partir de ahí, avanzamos rápido y pronto llegamos a los Llanos del Zurraque. Allí nos entretuvimos fotografiando el cortijo y visitamos la encina de más de 400 años que moraba en aquel lugar.

Nuestra exitosa y particular aventura en la que conseguimos localizar La Fortaleza Perdida finalizó entre risas y charlas en la venta del Puerto de los Alamillos… cuando caía la tarde.

 

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6 respuestas a la Fortaleza Perdida

  1. kiko dijo:

    Qué bonito es descubrir Carlos, aunque después no sea lo que uno esperaba. Nada más que el hecho de ir ya es una aventura. Felicidades. Un saludo.

  2. Carlos dijo:

    Una ruta increíble, «en el Hoyo de la Matanza paramos a desayunar aquel día y solo nos movió la lluvia». Enhorabuena.

  3. Pepe Sanchez Toro dijo:

    Un placer acompañarte en estas aventuras.

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