Los Santos Lugares

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Sentado en una piedra, de brazos cruzados, con la mochila a sus pies y esperando a que llegara el resto de la comitiva. Aún no se creía que en tan poco tiempo hubiese sido capaz de organizar una expedición para localizar aquel recóndito e intrigante lugar.

Dos semanas antes

Un relámpago iluminó fugazmente el atardecer y un instante después… le siguió un trueno que calló la radio y a punto estuvo de hacer saltar el parabrisas. Estaba anocheciendo cuando llegó al pueblo, atrás quedaron las muchas curvas de aquella tediosa carretera de montaña.

Decidió no meterse por las callejuelas estrechas y aparcó en una pequeña plazoleta, casi en las afueras del pueblo. Era una población pequeña, blanca, muy pintoresca, adherida a la ladera montañosa de piedra gris. El campanario de la iglesia sobresalía de entre los tejados, esbelto, de planta cuadrada, blanco y rojo, que bien podría haber sido el minarete de una mezquita de otrora.

Calles solitarias, mojadas, mal alumbradas por farolas clavadas en muros de piedra y paredes encaladas, subió por una de aquellas calles en dirección a la iglesia, comenzó a llover y cayó en la cuenta de que había olvidado el paraguas en el coche. Otro relámpago iluminó la calle y el trueno hizo tintinear la luz de las farolas.

Llovía con tanta fuerza que tuvo que buscar refugio en una casapuerta, y allí esperó paciente a que terminara el impresionante aguacero. Asomó tímidamente la cabeza, miró a la diestra y a la siniestra, y le dio la impresión de que el pueblo parecía estar deshabitado. No se había cruzado con nadie, es más… ni una mísera luz se filtraba entre las rendijas de portones y ventanas, todo parecía estar cerrado a cal y canto.

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A pesar de que seguía lloviendo decidió seguir adelante, se pegó a la pared y pronto se adentró en el lúgubre callejón que le llevaría a la parte trasera de la iglesia. La débil luz de una farola que surgía de entre las ramas de un jazmín era lo único que iluminaba aquel lugar tan escondido.

Se aproximó al recio portón y lo golpeó bruscamente dos veces con la palma de la mano. Alguien corrió el cerrojo al otro lado y abrió.

−Buenas noches, es usted puntual− dijo el párroco, hombre de mediana estatura y pelo cárdeno, vestido de negro, con clériman e inmaculado alzacuellos.

−Buenas noches, Don Sebastián, ¿cómo está usted?

−Aquí estamos… tirando, pero… por favor, pase pase, no se quede en la puerta,…vaya noche de perros que tenemos− Le contestó a la vez que se giraba sobre sus pies

Y siguió al párroco escaleras arriba por unos peldaños que crujían al pisar. Colgada del techo, una bombilla de mortecina luz. Llegaron a un descansillo y se detuvieron ante una puerta de madera recia y rancia. En ese momento Don Sebastián sacó una enorme llave de su bolsillo, la metió en el ojo de la cerradura, giró y abrió la puerta. Y chirrió de tal forma… como si nadie hubiese entrado allí en muchos años.

− Ahí tiene los legajos y libros de los que hablamos por teléfono, consulte lo que quiera− Le indicó el párroco.

− Muy agradecido.

− Si necesita algo… llámeme, estaré abajo − dijo dejándolo solo en aquella estancia.

Numerosos libros de todos los tamaños y texturas y mil y un documentos atestaban las estanterías de aquella habitación. Olor a cerrado, olor rancio, olor a humedad, un olor tan intenso… irrespirable. Se acercó a la ventana, miró a través de los cristales y comprobó que seguía lloviendo. Un relámpago iluminó los tejados. Dejó entreabierta la ventana y el aire de la noche refrescó un poco la habitación.

Se situó delante de la primera estantería y con el dedo índice fue repasando el título de todos los libros que estaban a la altura de sus ojos. Se detuvo un momento, le llamó la atención uno de los libros y con dos dedos lo extrajo de entre los demás. Lo sostuvo con una mano y con la otra, sin girarse, buscó a tientas la silla que sabía que estaba detrás de él.

Aproximó la silla a la mesa que presidía el centro de la estancia y se sentó. Inclinó el libro para iluminar la portada con la débil luz y leyó su título: “Los Santos Lugares: conjeturas y leyendas”

Dos semanas después

Partieron de la parte alta del pueblo bien pertrechados para una caminata que no sabían qué tiempo les llevaría. Era temprano, tanto como que el sol no había despuntado aún por la cresta de la montaña que tenían a su derecha. El cielo estaba despejado, de un intenso color azul.

Estaba satisfecho porque había conseguido convencer a otros seis aventureros como él para que le acompañaran. Con todos ellos había compartido expediciones como ésta, pero no todos se conocían entre si.

Bastaron las dos primeras horas de caminata para ponerse al día en ocupaciones, aficiones y estirpe. Y fueron subiendo por un sendero entre encinas cargadas de unas bellotas alargadas como no las habían visto antes, de pálidos tonos verdes.

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Se detuvo un instante mientras sus compañeros de expedición seguían adelante. Del bolsillo sacó su manoseado cuaderno y consultó unas notas que había tomado en la casa del cura. Levantó la mirada del cuaderno, giró la cabeza a la derecha y vio la impresionante mole caliza, casi desnuda, que les acompañaría durante un buen trecho, entonces supo que no había errado el camino.

Otro cantar sería cuando esos farallones abruptos e inexpugnables, dejaran de serlo. En ese momento empezarían sus problemas porque a partir de ahí la localización exacta del lugar no estaba muy clara.

El sol despuntó por la crestería y comenzó a subir la temperatura. A pesar de estar a principios de octubre, el sol… aún picaba. La mayoría se encasquetaron el sombrero y siguieron subiendo por aquella interminable cuesta casi sin rechistar. De vez en cuando paraban para beber, recobrar el aliento y después hablar, en ese estricto orden.

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Casi habían llegado arriba, donde los farallones abruptos dejaron de serlo. Volvió a consultar su mugriento cuaderno y supo que debían girar a la izquierda. Pero no, le llamaron la atención unos esbeltos chopos que asomaban entre las encinas y hacia allí que se encaminaron.

Llegaron a las ruinas de lo que fuera un cortijo. Una pared de piedras apiladas delimitaba lo que debió ser una era y unos chopos altos, algunos malheridos, salpicaban el lugar.

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Accedieron al interior del patio cubierto de excrementos, entre dos estancias. Comprobaron que una de ellas se estaba usando como redil y la otra aparecía cubierta de escombros porque se había derrumbado parte del tejado.

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Salieron de las ruinas del cortijo y siguieron adelante, volvieron la vista atrás y cayeron en la cuenta de lo pintoresco del lugar. Y allí estaban embelesados con la belleza del paisaje cuando notaron que algo sobraba, las moscas.

Unas puñeteras moscas que se las tenían que quitar de la cara a manotazos. Unas moscas maleducadas e impertinentes que les obligaron a abandonar apresuradamente aquel bucólico paraje. Caminaron hacia el norte, sortearon un muro de piedras por donde había un derrumbe y siguieron adelante.

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Se toparon con un pequeño reguero de agua que bajaba entre enjutos juncos y decidieron ir aguas arriba para conocer el origen. Unos metros más allá localizaron una fuente de nueve pilas labradas y cuál centinelas del lugar… un grupo de cabras payoyas que no les quitaban ojo.

Mientras sus compañeros de expedición estaban alrededor de la fuente volvió a consultar sus anotaciones. Las repasó una y otra vez y no supo muy bien qué demonios hacer. Un buen rato antes se había saltado, a las bravas, el plan trazado con tal de visitar las ruinas del cortijo, y ahora tenía que recomponer la situación. Las moscas seguían ahí.

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Siguieron un sendero entre enormes encinas y llegaron a un pequeño collado, sortearon una alambrada por una angarilla de madera y notaron cómo bajó la temperatura, hacía fresco. Miraron al cielo y les sorprendieron unas nubes, unas nubes grises que hace un instante… no estaban.

Deambularon a los pies de unos cortados calizos, casi inexpugnables. Localizaron una senda entre las enormes encinas y por ahí subieron la ladera, era muy empinada y se detuvieron en varias ocasiones. En una de estas paradas, se descolgó la mochila, se sentó en una piedra y volvió a consultar las anotaciones de su cuaderno. No estaba seguro de que hubiese sido lo más acertado subir por allí. Se lo comentó al resto del grupo y todos decidieron seguir ladera arriba, y es que… no les quedaba otra.

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Llegaron a un claro del bosque y allí se sorprendieron al localizar las primeras construcciones de lo que andaban buscando. Consultando libros y legajos en la casa del cura averiguó que este conjunto de construcciones que ahora tenían ante si, en lo más remoto de aquellos parajes, fue una leprosería.

Una alta pared de piedras perfectamente apiladas formando un círculo y en uno de los laterales… un horno, casi derruido. Alrededor de aquella construcción circular varias dependencias de gruesos muros de piedra.

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Exploraron detenidamente los alrededores y localizaron otras construcciones en lo más recóndito del bosque. En la espesura, a la sombra de vetustas encinas, los muros aparecían derruidos y la piedras cubiertas de ásperos líquenes.

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Volvieron a la construcción principal y todos se sentaron bajo una encina. Lucubraron acerca de lo que habrían sido testigo aquellas piedras y del padecimiento de las gentes que habitaron este inquietante lugar. Y en eso estaban, entre dimes y diretes, cuando se dieron cuenta de que el día se había oscurecido.

Sobre sus cabezas se habían encajado unas amenazadoras nubes negras. Les pareció extraño que un día de cielos limpios, nada más llegar a este lugar… se tornara nublado completamente. En ese momento, y antes de que comenzara a llover, decidieron emprender el camino de vuelta.

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Se colgaron la mochila a la espalda y fueron en fila india bajo la floresta. Entre las ramas de los árboles vislumbraron en la lejanía unos impresionantes cortados y se aproximaron a ellos. Y allí estuvieron entretenidos un buen rato viendo cómo un grupo de cabras monteses hacía alarde de sus habilidades saltando de risco en risco desafiando al mismísimo Newton.

Optaron por salir de aquellos lugares siguiendo el cauce de un arroyo que por estas calendas bajaba seco. Ya todo fue bajar y bajar, y el caminar se tornó alegre. Se detuvieron un momento en un pequeño collado y se giraron. Atrás quedó aquel inquietante lugar perdido en lo más recóndito de aquellas montañas protegido por unas amenazadoras nubes que todavía no sabían de dónde diablos habían salido.

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Se metió la mano en el bolsillo y comprobó que su mugriento cuaderno de campo seguía ahí. Miró al horizonte y le agradó la belleza del paisaje que tenía ante sí. Un bosque de encinas en primer plano, detrás… unos inexpugnables cortados iluminados por la agradable luz del atardecer y en el cielo… unas amenazadoras nubes grises, casi negras.

Embelesado ante aquellas vistas se le vino a la cabeza el título de una novela que leyó cuando apenas tenía 19 años, su autor… H.P. Lovecraft, y su título… “En las montañas de la locura”.


A Juan, Lola, Miguel, Paco, Pepe y Selu, mis compañeros de expedición. Y a Manuel… que me orientó.

 

 

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10 respuestas a Los Santos Lugares

  1. Selu dijo:

    ¡Carlos! ¿Para cuando tu primer libro de relatos de un explorador aficionado? Veo que cada vez te recreas más con los textos, ¡ánimo que no lo haces mal!.

    • sotosendero dijo:

      Gracias por tus palabras de apoyo Selu. Me hubiera gustado añadir algunos diálogos entre nosotros pero…, es un poco más complejo y habría tardado más en terminar la crónica. A ver si la próxima tiro por ahí

  2. jose emilio gomez dijo:

    Enhorabuena Carlos, una vez mas, muy ameno, solo echo en falta alguna fotillo mas de esas que hacéis a flores y pequeños detalles del camino.

  3. Carlos dijo:

    La temporada comienza, con intriga, pero con mucho ánimo de encontrar grandes episodios pasados, que nos hagan refrescar nuestras memorias, es un placer leer y entretenerse con tus relatos, enhorabuena. Saludos de Carlos y Petra

  4. jr ortega dijo:

    Eres un novelista excelenenta. Mis ffeliciitaciones

  5. Me ha encantado Carlos.El principio es genial.Me imaginaba siendo el protagonista bajo la lluvia y a la luz de esa tenue farola, y luego en la estancia donde el cura me había dejado….Lo has transmitido tan bien que me ha hecho recordar «El nombre de la Rosa», cuando encontraban el libro a escondidas y lo ojeaban con avidez.
    Y que curioso, una leprosería…madre mia no me quiero ni imaginar la pinta de aquello en aquella época….La foto final…ideal.

    • sotosendero dijo:

      No sabes lo que me alegra que te hayas sentido protagonista, de hecho es lo que pretendía, vivir el momento con todo lujo de detalles, con esta crónica que comienza como si de una novela de aventuras se tratase. Hay muchas hipótesis acerca de lo que fuera aquel lugar, lo más probable es que se tratara de unas instalaciones ganaderas del medievo, también oi decir que fue una leprosería. Para el tinte de misterio del que quería impregnar mi relato opté por decir que se trataba de esto último, mucho más sugerente.

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